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Columna
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Castigar y educar

Arriate queda, desde Málaga, después de pasar el puerto del Viento si no recuerdo mal, a pocos kilómetros de Ronda, en la serranía. En ese pueblo de 4.000 habitantes la Guardia Civil cree haber encontrado pruebas suficientes para acusar a un muchacho de 17 años del asesinato de una niña de 13. Estos casos despiertan especial estupor y ruido, porque la figura del menor criminal es difícil de comprender. Al menor se le supone inocencia o, por lo menos, inexperiencia o incompetencia, incluso para hacer daño. Así que la información sobre el crimen de Arriate ha enriquecido el habitual espectáculo de la violencia escandalosa. Leo en el periódico malagueño Sur que los niños del pueblo intentaban vender imágenes del presunto asesino, su amigo o conocido, a las cadenas de televisión. En la propia televisión y en la vida real han aprendido que todo se vende y que ganar lo máximo posible es el principal deber del individuo.

Pero hay otro motivo de incomodidad ante estos casos: ser menor de edad ofrece una vía de escape, algún tipo de impunidad. La ley establece la mayoría de edad penal a los 18 años. El castigo de privación de libertad para los menores delincuentes no quiere ser sólo castigo, sino fundamentalmente educación, para que el adolescente pueda seguir desarrollándose una vez cumplido un periodo de internamiento no demasiado largo. Los menores de 14 años ni siquiera tienen responsabilidad penal, porque, según la ley, sus infracciones son irrelevantes, y las pueden remediar la familia y los colegios, "sin necesidad de la intervención del aparato judicial del Estado".

No creo que los niños estén menos dotados para el mal que los mayores, pero sí tienen menos experiencia, menos capacidad de acción, menos conocimientos, menos posibilidades, y, sobre todo, son más propensos a mejorar, a corregirse, a aprender algo nuevo, nuevos comportamientos. Los niños de ahora tienen fama de maleducados, pero son niños con teléfono propio desde la infancia, abiertos al mundo a través del ordenador. Algunos adultos ven peligrosa esta ventaja inmensa: consideran la pantalla un grifo de juegos electrónicos y películas sangrientamente crueles que, sin embargo, provocan la carcajada. No creo que estos entretenimientos o evasiones influyan sobre el mundo y los niños del mundo: es el mundo, tal como es, el que influye en los niños y en la industria de la diversión y el espectáculo.

La alarma espantada ante los jóvenes criminales no es una novedad. Empezó en los años cincuenta y sesenta cuando abundaba el dinero y los niños se convirtieron en una especie de miniadultos ociosos, y en general dependientes de sus mayores, que gastaban en ropa, discos y motos, aunque no todavía en teléfono móvil. Aquel momento quedó en el cine y la literatura: el asesino de La naranja mecánica tenía 15 años. Entonces, como ahora, los partidarios de los valores tradicionales vieron en el fenómeno un efecto de la quiebra de la familia patriarcal. Pero el presunto infanticida de Arriate pertenece a una familia buena y trabajadora, "de Arriate de toda la vida", según el alcalde del pueblo. Es un muchacho normal que, como tantos de su edad, había dejado el instituto para trabajar en una obra; un niño que, como dice un vecino, "siempre daba los buenos días".

La moral dominante es vengativa y exige una justicia vengativa: pertenece al mismo universo moral que los videojuegos y el cine de extrema violencia. Así que la ley reguladora de la responsabilidad penal de los menores volverá a ser modificada. Es del año 2000, de cuando gobernaba el PP, pero ya ha sido retocada varias veces, por el PSOE, por ejemplo, en 2006, para endurecer siempre las penas. La idea de educar al menor delincuente va siendo sustituida poco a poco por la voluntad de castigarlo. La sociedad ya no se cree capaz de educar a sus jóvenes.

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