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Columna
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Derecho al pataleo

Aunque la RAE tiene razones que el corazón no entiende, yo me asomo a su diccionario igual que la señora mayor empuja la puerta de la iglesia, y se arrodilla ante el confesionario, y enumera cuanto le atormenta: ella envidió a la vecina e insultó al tertuliano, yo dudé al imponer una tilde o conjugar un verbo. Sus bálsamos se llaman padrenuestro o avemaría, y a mí me curan un participio luminoso y una explicación que me alimente. Ocurrió -se marchó mi hambre, esas casi veinte palabras me saciaron- cuando llegué a la entrada correspondiente a "derecho", todavía no recuerdo cómo, y me topé con la hermosa definición de "derecho al pataleo", que es la "última y vana actitud de protesta que adopta o puede adoptar el que se siente defraudado en sus derechos". Así escriben los lexicógrafos, con esa justedad, con una balanza en la que pesan la fidelidad y la delicadeza, lo metafórico y lo real, y encuentran un peso medio, un equilibrio, y redactan. La señora mayor moja la punta de sus dedos en la pila bautismal, se santigua; yo actúo de la misma forma -la punta de mis dedos en choque con el teclado- y creo en los adjetivos, esa actitud "última", esa actitud "vana", y salto a otra palabra, y a otra, y al cerrar la pestaña del DRAE recuerdo: derecho al pataleo, ya sin comillas, de la teoría a la práctica.

A quienes viven en una calle con farolas apagadas, ¿qué les queda? Reclamar y esperar

Escribo sobre el derecho al pataleo, sobre la actitud "última", sobre la actitud "vana", porque me llamaron la atención unas declaraciones del alcalde a propósito de una reunión entre la concejala -RAE, ¿tú lo aceptas?- de Obras y Espacios Públicos y la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid, preocupados por los problemas de alumbrado de todos los distritos de la capital, excepto dos: apagones noche sí, noche también, que el consistorio justifica porque el número de oscuridades ha disminuido en los últimos siete años. Apagones que prometen estudiar, para los que no aseguran una solución, pero que obtuvieron una respuesta inaudita: que un alcalde otorgara la razón a los vecinos, que admitiera que las estadísticas sólo sirven para las memorias anuales, y que reconociera el derecho del ciudadano a la queja y la obligación de la administración a resolver cuanto antes sus demandas. Ahora: que lo cumpla es otro asunto. Esto huele a fecha electoral. Huele a simpatía y a cartel pegado junto a la parada del autobús. Huele a besos a niños y fotografías con sus madres, a abrazos a esa señora mayor que empuja la puerta de la iglesia y que ya habrá regresado a la mesa camilla pero se habrá topado con la comitiva en la esquina de su casa. Y no sirve porque -en este caso- las palabras no se encienden al final de la tarde ni impiden que distingas el bordillo, porque suenan a complicidad con el posible votante pero no firman órdenes ni aumenta presupuestos, aunque mojan los dedos en las benditas aguas de la lógica, y nos dibujan en la frente un vaya que sí.

Los vecinos detectan un problema, se organizan, invitan a otros vecinos a denunciar su situación, o la del primo al que visitaron en navidades y cuyo hijo exhibía el cabestrillo de no ver una loseta rota, o la del compañero de trabajo al que atracaron a la luz de la luna. Redactan un informe, no olvidan las cifras -además de para las memorias anuales, las estadísticas satisfacen mucho a las personas con corbata, metafórica o real-, solicitan una reunión y los medios difunden sus quejas; lo último, claro, influye en lo penúltimo. Los vecinos detectan un problema, y actúan: se organizan, invierten su tiempo libre en mejorar la vida de los demás, a cambio obtienen un encuentro oficial, y un tanto por ciento, y la certeza de que quizá todo sirva para nada, y la admisión ante un micrófono de que la razón les asiste, así de entrada, por mucho que al día siguiente y al otro y al otro bajen del autobús, saquen las llaves del bolsillo y, zas, golpe al canto.

A quienes viven en una calle con farolas apagadas, con una alfombra de basura de viernes a lunes o un asfaltado digno de exhibirse en el Museo Arqueológico tras una concienzuda restauración, ¿qué les queda? Lo ha insinuado el alcalde: no organización y datos y propuestas, como soñaron que valdría en la FRAVM, sino el derecho al pataleo, a reclamar y esperar la solución hasta que Job le ceda su aureola durante un emotivo acto en Colón. Nos asiste el derecho a una protesta "última", porque no le sucederán otras, para qué, y "vana", que significa "falto de realidad, sustancia o entidad", y ya tira la toalla por nosotros, los utópicos, quienes pensamos que hablando se comprende lo justo. Pataleemos: si no estamos de acuerdo, hagamos ruido. Si nos merecemos algo mejor, hagamos ruido: jaleo de zapatos contra el suelo, hagamos ruido para que caigan en la cuenta.

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