Ninfa del folk intrigante
Cinco músicos jóvenes y absortos, como inmersos en un sagrado ritual. El silencio de las grandes ocasiones en un teatro Lara cochambroso, pero con las entradas agotadas desde muchos días atrás. Y en el foco de todas las miradas, la figura embriagadora de Joanna Newsom, una ninfa tan poderosa y singular que anula cualquier amago de indiferencia. A sus 28 años, pocos artistas pueden activar como ella los resortes de la fascinación. Incluso entre sus detractores.
Para empezar, los parámetros del estilismo en el nuevo hippismo californiano pueden sumirnos en el desconcierto. Nuestra dama de Nevada City luce reglamentaria melena rubia esplendorosa hasta la cintura, pero su atuendo la aproxima a una fiesta de graduación más que a la comuna: zapatos de punta fina con brillantina y un escueto vestido rojo, o rosa, o las dos cosas a la vez. Quiere resultar expansiva, pero los chistes son solo regulares ("¿aquí se dice "obrigado" o "gracias"?). Y sin embargo, en cuanto sus dedos comienzan a deslizarse por el arpa, resulta evidente que asistimos a un oficio misterioso, embaucador y personalísimo.
Cuando toca el arpa asistimos a un oficio misterioso y embaucador
Abre la velada remitiendo con Bridges and balloons a su primer disco, el álbum que ya en 2004 esbozó las claves de este folk intrigante: el arpa, los bosques bañados por el sol de la vanguardia y una voz que solo concebiríamos tras una noche de intensa pasión entre Björk y la Kate Bush de The kick inside. Es la suya una garganta temblorosa, subyugante, inabarcable de tesitura, impredecible a cada inflexión, a buen seguro afectada hasta la frontera misma entre lo soberbio y lo ridículo.
Casi nunca la traspasa, por fortuna. Pero también cuando apuesta por la naturalidad, como en las más asimilables Inflammatory writ y Paving company, obtiene resultados muy superiores a la media. Porque Newsom a veces aún confunde complejidad y talento, por mucho que el suyo sea inmenso.
El tema que da título a su magno último álbum, Have one on me, es el mejor ejemplo de ese empeño por apartarse de la norma. Un disco triple que se paladea durante dos horas largas requería un tema central así: 11 minutos de suite reconcentrada y desconcertante, tan narrativa como imposible de memorizar. Sería estéril discutir si, como sostiene la revista británica Uncut, nos encontramos ante el mejor trabajo del ya extinto 2010. Parece evidente, en cambio, que los logros estéticos de esta sacerdotisa se encuentran al alcance de muy pocos creadores del nuevo siglo.
Al servicio de una causa poco menos que sanadora, los músicos de Joanna se mantienen en un plano de discreción, digamos, impresionista: unas pinceladas de trombón aquí, cuatro pizzicatos de la pareja de damas violinistas, un batería que interviene en proporciones mínimas (magnífico el trabajo de percusión y voces de este Neal Morgan en su faceta como telonero) y un jefe, Ryan Francisconi, que intercala banjo, guitarra eléctrica y mandolina para pulsar apenas unos arpegios con cada uno de ellos. Puede que el quinteto resulte, a la postre, un tanto desaprovechado, pero el magnetismo de Joanna se encarga de cubrir cada silencio.
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