Política efímera y sed de elecciones
Todo lo sólido se desvanece. El disolvente pronóstico de Marx y Engels es más certero que nunca. Inspirándose en él, Zygmunt Bauman retrató la modernidad líquida de nuestra sociedade dando cuenta del hundimiento de instituciones, programas y valores que, antaño, le otorgaban seguridad y cohesión. En Galicia, el último gobernante que hizo de su política una declaración de trascendencia y perdurabilidad fue Manuel Fraga. Si tienen dudas puede dirigir sus ojos a la Cidade da Cultura, meca arquitectónica de su poder, proyectada como un memorial perenne para honrar a sus cuatro mayorías absolutas, huella imborrable del patrón conservador en el paisaje político gallego.
Pérez Touriño estaba empezando a creer en el presidencialismo imperecedero cuando un rotundo revés electoral certificó el fin del interregno progresista y el retorno del PP a la Xunta. Durante la interinidad del PSdeG y el BNG, la novísima derecha cortó el cordón umbilical con las esencias trascendentes del fraguismo y, desde su primera hora triunfal, Núñez Feijóo nos recordó que era un presidente sin pasado y se abonó a una política fugaz. Pastorea como puede un Gobierno de políticas efímeras: sus decisiones ejecutivas producen alivios aparentes más que consecuencias perdurables y sus soluciones se extinguen mucho antes que los problemas que dicen remediar. Sin duda, el monumento más representativo del actual presidente es el altar que Iago Seara diseñó para que Ratzinger oficiara bendiciones en el Obradoiro, una arquitectura efímera ideada para sostenerse en pie apenas lo que durase la retransmisión televisiva de la misa.
Rajoy descubre que España tiene sed de elecciones. Pues Galicia tiene hambre de Gobierno
El Xacobeo 2010, visita papal incluida, iba a ser el big bang de nuestro turismo, la fuerza motriz del empleo y el catalizador de un avance espectacular del PIB gallego. Hoy es un caso ejemplar de una inversión fallida, de leves, cuando no ridículos, impactos en el crecimiento. La transparente y amistosa concesión del negocio eólico era decisiva para favorecer la diversificación de nuestra industria y crear 13.226 empleos -para entendernos, tantos como los nuevos parados gallegos de 2010-. Ahora, un tercio de los beneficiarios del concurso están valorando no desarrollar el proyecto industrial comprometido en la concesión; los puestos de trabajo asociados se irán con el viento. Y todo apunta a que Novacaixagalicia (NCG), el resultado de la providencial fusión de nuestras cajas, poco va a poder hacer para redimir nuestra economía de sus males presentes, bastante milagro será si es capaz de enfrentar con éxito el pago de su deuda con el FROB y consigue resistir a su bancarización... Las políticas de Feijóo se disuelven en un denso aire de creciente pesimismo.
En la Convención de la Esperanza Mariana, festejada el pasado fin de semana en Sevilla, Rajoy, cebado de lirismo, nos descubrió que España tiene sed de elecciones. Galicia lo que tiene es hambre atrasada de Gobierno. Resulta ya innegable la pésima evolución de su economía, la quiebra del empleo y los demoledores efectos sociales de la crisis. No obstante, los apologetas de Monte Pío hacen todo lo posible por ahogar un secreto a voces: Feijóo preside un Gobierno zombi, más muerto que vivo, agotado tras las labores de demolición de los logros del bipartito, prófugo en la búsqueda de soluciones, cada vez más encerrado en un laberinto de políticas tan desnortadas como efímeras. Quien más necesita la bendición de las urnas es Feijóo, para nadie es más urgente tapar tanta desnudez de su Gobierno con los oropeles de una renovada victoria electoral.
Las ansias electoralistas ofuscan a los jerarcas del PPdeG, quieren hacer de las municipales un feliz plebiscito sobre su primer bienio (más negro que gris) en la Xunta. Todas sus esperanzas están puestas en que el naufragado Gobierno de Núñez Feijóo sea rescatado por un aplastante resultado electoral. Los conservadores, entusiasmados, se comprometen a clonar las efímeras prácticas de la Xunta en los 315 ayuntamientos gallegos. El devoto Rodríguez Miranda cree que los problemas de Galicia se resuelven con 315 feijóos.
No sabe el servicial capataz del PP que a su presidente se le puede diagnosticar el mal que, según Plutarco, consumía a Aníbal; como el cartaginés, Feijóo puede vencer (en las elecciones), pero (una vez en el Gobierno) nunca sabe qué hacer con la victoria. Para evitarle desencantos futuros, un corazón piadoso debería bordarle un escapulario con las palabras de Manuel Fraga, el último político trascendente de Galicia, en su despedida en el XIII Congreso del PPdeG: "Todo se va, todo cae, todo termina". Sí, incluida la buena estrella electoral.
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