El lenguaje del odio
Es bien sabido que la democracia como sistema político y como forma de vida excluye el recurso a la fuerza para dirimir la lucha sobre el poder y para resolver los conflictos entre los ciudadanos respecto a sus pretensiones enfrentadas. El concepto de violencia ilegítima no reduce su ámbito semántico a la aplicación directa e inmediata de la coerción física. La voz que ordena disparar a un inocente hace un uso performativo del lenguaje que le convierte también en responsable de la acción perpetrada. Pero la inducción directa de un crimen, equiparada por los códigos penales con la autoría, exige pruebas y no se presta a las metáforas. Así, las irresponsables tentativas de establecer una relación causal entre el PSOE y la brutal paliza dada la semana pasada a Pedro Alberto Cruz, consejero de Cultura y Turismo de la comunidad murciana, gobernada por el PP, se hallan tan fuera de razón como las eventuales acusaciones que enlazasen atentados contra las sedes socialistas con instrucciones anteriormente dadas por los populares.
La agresión a un consejero del PP de la comunidad murciana suscita un debate sobre la violencia política
El género paranoico de las imputaciones inverosímiles (cuyo modelo podrían ser el incendio del Reichstag o las teorías conspirativas sobre el atentado del 11-M) alimenta una variante diferente, pero conexa, de las relaciones entre la palabra y la violencia: el lenguaje del odio, que transforma verbalmente a los adversarios en enemigos y termina por convertir la mentira en verdad. Las fronteras entre la realidad virtual creada por el discurso del odio y el despliegue efectivo de la violencia política atribuible a su difusión social son imprecisas y borrosas. ¿Qué influencia ejercen las palabras incendiarias lanzadas por agitadores de mitin, periodistas y tertulianos con el propósito de dividir a la humanidad entre buenos y malos (a los tibios, Dios los vomitará de su boca)? Antonio Muñoz Molina recrea en su admirable novela La noche de los tiempos el papel desempeñado por el asfixiante clima de la primavera de 1936 en el estallido de la Guerra Civil. La experiencia de varias décadas de azote terrorista en el País Vasco también arroja tristes lecciones sobre el peligro de jugar con el fuego de la retórica.
Los arbitristas planes del presidente Zapatero y de sus consejeros para dar la vuelta como a un calcetín al mapa de la comunicación en España, con el propósito de reforzar el pluralismo y de abrir el espectro audiovisual, han producido el efecto perverso de ampliar el espacio monocorde dedicado a la intolerancia, el sectarismo y el odio, confirmando así que el infierno está empedrado con las buenas intenciones de sus torpes soladores. Los extremos se tocan: en el caso de que la ultraizquierda y la ultraderecha terminaran por ocupar un lugar central en las páginas de sucesos, cabe temer que la espiral de la violencia política pueda convertirse en un tornado si los dos grandes partidos del centro-derecha y del centro-izquierda no asumen la responsabilidad de concertarse para deslegitimarla y para impedirla. -
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