Gata sobre el iglú
Hay frío en el alma de esta versión concentrada (o deshidratada) de La gata sobre el tejado de zinc, cuyos protagonistas parecen impregnados de la indolencia de Brick, el marido alcohólico: hablan como si estuvieran al otro lado del cristal empañado de una cámara frigorífica. Àlex Rigola ha dejado el original en la mitad. Se echa de menos algún dato sustancial, pero los dos conflictos principales están bien expresados: la cuesta abajo de Brick y de su matrimonio, y la lucha por la sucesión entre los dos hermanos, ante la muerte inminente del padre.
La antinaturalidad de los diálogos, dichos sin mirarse a los ojos, y la declamación preferentemente átona que Rigola ha marcado a sus actores, parecen impostadas o mal calzadas durante el primer acto. Todo eso se modula y cobra sentido en la escena en que Brick y papá se confiesan: ahí el pulso íntimo de cada frase percute por fin en el corazón del espectador con esa intensidad distante de escuela alemana que el director catalán intenta imprimir a sus versiones de clásicos estadounidenses. Una vez cogido el vuelo (más vale tarde), el espectáculo lo mantiene hasta el final.
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