Fumo
Soy fumadora. Jamás creí que algún día tendría que encabezar una columna con estas palabras, pero me siento en la obligación moral de hacerlo. Pago mis impuestos religiosamente, ningún juez me ha imputado delito alguno, llevo 30 años conduciendo sin haber provocado, ni siquiera padecido, un accidente de tráfico, y además, por fortuna -cruzo los dedos-, he causado a la Seguridad Social un gasto ínfimo en relación con lo que he aportado desde que empecé a trabajar a los 23 años. Sin embargo, fumo, y por eso soy un problema para España.
Un país, por otra parte, tan complaciente con la corrupción que los resultados electorales ni siquiera la reflejan, donde los teatros se llenan cuando actúan delincuentes presuntos o convictos, en el que hay jueces que consideran atenuantes de violación las minifaldas que llevan las víctimas, jurados populares que absuelven a asesinos de homosexuales y tribunales que consideran prescritos los principios de la justicia universal, mientras los programas de televisión que trafican con la inmoralidad arrasan en los estudios de audiencia en proporción a las delaciones y calumnias que son capaces de producir. Es aquí donde, de la noche a la mañana, los fumadores nos hemos convertido en un factor de alarma social, capaz de absorber la ira y la frustración de quienes han hallado en nosotros el único límite de su tolerancia.
Soy fumadora, pero, hasta el 2 de enero, la ley antitabaco no me preocupaba. Ahora, nada me preocupa tanto como la caza de brujas que ha desatado el Ministerio de Sanidad. Sigo sin entender el sentido de normas tan absurdas como la que ha acabado con la armoniosa coexistencia de intereses que imperaba en los aeropuertos, pero no la incumpliré. Tampoco denunciaré a nadie y, desde luego, no dejaré de fumar. No mientras el Estado español siga vendiendo tabaco en los estancos.
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