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Nuevos hábitos con la ley antitabaco
Columna
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Perros bajo la lluvia

El día señalado para la entrada en vigor de la vigoréxica ley antitabaco caía sobre Madrid una fina pero persistente llovizna y los fumadores irredentos, arrojados a las tinieblas exteriores, protegíamos nuestros cigarrillos a la puerta de los bares, nos arracimábamos bajo los paraguas hospitalarios, nos pegábamos a los muros o buscábamos la cobertura de balcones y cornisas. Una portera airada expulsaba de sus dominios a los réprobos: "Hay que ver cómo me han puesto la acera". Hasta los perros nos miraban mal por invadir el espacio reservado para sus deposiciones y regar alrededor de los alcorques un rosario de malolientes colillas. "Esta vez sí que os han bajado los humos", sentenciaba un gracioso y los delatores catecúmenos se entrenaban escrutando con el ceño fruncido en el interior de los bares liberados, husmeando ceniceros, espiando los gestos rutinarios de los posibles infractores que sacaban la cajetilla del bolsillo e incluso se llevaban a los labios el incriminador y ponzoñoso cilindro antes de apercibirse, o de ser apercibidos, de que estaban a punto de cometer un crimen de lesa sanidad.

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Patxi, el camarero, salió un momento para dar un par de ávidas caladas. Iba en camiseta y maldecía la normativa que le impedía colocar sobre la puerta del bar un toldo protector porque el edificio gozaba de protección integral por su singularidad arquitectónica, una singularidad que no rompían los atestados cubos de basura, los contenedores rebosantes y las reiterativas y maltratadas señales de tráfico. "Pillaremos una pulmonía, la palmaremos y dirán que hemos muerto a causa del tabaco", apuntó un pesimista subrayando su profecía con una cascada de toses. "Es por la contaminación", se excusó torpemente. Disipada la bruma nicotínica brillaban más que nunca las luces del bar y tres carritos de bebé con sus criaturas dentro reposaban en un ángulo protegido. "Ahora ya puedo venir con el niño", comentaba una de las madres antes de abandonar a su retoño para incorporarse al coro de inhaladores maledicentes. En un extremo de la barra un parroquiano desafiaba las apariencias tratando de sacarle partido a un cigarrillo electrónico que emitía débiles y espasmódicas nubecillas de vapor y esgrimía el placebo con su extremo iluminado como un reclamo para cazar posibles delatores frustrados.

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