Flotats o el buen gusto
Uno tiende a ser escéptico ante los discursos generalistas que tachan nuestro tiempo de vulgar y pobre de espíritu. Es cierto que las nubes de la astracanada nos acechan, nos rodean y nos producen ardores de estómago, pero no todo es así. El hecho de que Josep Maria Flotats, desde que recalara en Madrid con Arte hace ya 13 años, llenando cada noche los teatros durante más de dos años, abarrote todavía de público las salas, da mucha fe.
Ya fuera con aquella prodigiosa versión de la obra de Yasmina Reza -nunca igualada en las mediocres puestas en escena que la siguieron- o sus posteriores montajes de la época madrileña: París, 1940, La cena, ese tú a tú entre Descartes y Pascal o ahora este espléndido Beaumarchais, que representa hasta final de mes en el teatro Español, el ejemplo de este hombre de escena, felizmente afrancesado, seductor y entusiasta de lo suyo, nos alumbra sistemáticamente con algo, no por escaso, deseable: el buen gusto.
Es una demostración de que la determinación de ofrecer piezas de pata negra no cansa
Eso es básicamente Flotats. Buen gusto, elegancia, confianza en la inteligencia del espectador, un soplo de raciocinio, trabajo esmerado e inspiración para quien acude a verlo. Lujo y precisión. Altura y ambición. Con Beaumarchais lleva todo eso y más -eficacia en la dirección, gracia, didáctica sin excesos y reto interpretativo constante con un buen puñado de actores- a un nivel envidiable.
Entre las bambalinas de la revolución francesa y los aires aventureros del XVIII, el texto de Sacha Guitry -decorado y vestido espléndidamente por Ezio Frigerio y Franca Squarciapino- nos conduce por las luces de un siglo irrepetible, donde se alumbró la raíz de nuestra época. Debajo de las pelucas, las formas galantes, los salones rococó, los enredos de alcoba y la moda asfixiante de las mujeres, se escondían cabezas, atrevimientos y engreimientos retadores como los de este Beaumarchais.
Pasó a la historia por ser el autor de dos obras teatrales de referencia: El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro, tan actuales, tan avanzadas, tan rompedoras ambas. Especialmente la última, que bordeó la frontera de los géneros como si de una película contemporánea se tratara. Hasta tal punto que el propio Lorenzo de Ponte se dio cuenta de la genialidad de ese joven músico llamado Wolfgang Amadeus Mozart cuando este, ajeno a los corsés, le propuso: "¿Usted cree que podríamos convertir esta comedia en un drama?". Y de esa audacia salió una de las mejores óperas de todos los tiempos.
Pero Beaumarchais, además de sentar cátedra en la escena con solo esas dos obras, fue editor de Voltaire, traficante de armas, agente secreto y cazafortunas de dudosa moral. Todo un personaje en la estela de las grandes figuras de su época. Del propio Da Ponte, del mismo Mozart, de Casanova o el marqués de Sade... Personajes todos visionarios, adelantados a su tiempo, a su época, con espíritus rompedores y enérgicos, bebedores de vida y otros licores, tunantes, gozadores, cargados de una moral mucho más avanzada y convincente que la de aquellos que pretenden apropiarse del término como un absoluto indiscutible para esconderlo en el desván de las tinieblas.
Todos fueron ya entonces precursores de la modernidad y la posmodernidad al tiempo, como queda reflejado en la brillante escena a trío entre Flotats, Raúl Arévalo -ese joven valor a fichar para el futuro como animal de escena- y el socarrón Richard Collins-Moore, sobre el juego de género hombre-mujer que se trae con el protagonista el caballero d'Éon.
La Revolución Francesa y la americana como parturientas de un nuevo tiempo, los personajes que las vivieron, azuzaron y sufrieron, desde Benjamin Franklin -eminente Constantino Romero- a Luis XVI o Napoleón Bonaparte, circulan por este auténtico carrusel barroco y fascinante puesto en marcha por Flotats. Toda una nueva demostración de que la determinación insobornable de ofrecer al público piezas de pata negra no cansa ni agota el hambre de calidad deseada, celebrada y premiada con un fuerte aplauso en cada función.
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