Hijos de nuestro mundo
Como es costumbre entre los padres y las madres del paisito, cumplo religiosamente el rito de consagrar las mañanas de los sábados a los deportes que practican, con mayor o menor acierto, las criaturas en cuestión. Y hace unas pocas semanas me encontraba en la tarea cuando mi hija pequeña me entregó su bolsa de deportes y me pidió que la llevara. Hacía frío, era muy de mañana y ya habíamos conseguido localizar, tras incontables rodeos, el polideportivo del remoto municipio country donde iba a disputarse el partido de baloncesto. Pues bien, seamos sinceros, mi hija es una niña, pero a los ocho años una debe ocuparse de algunas cosas, de modo que cuando pidió que llevara su bolsa le dije que mejor que la llevara ella, que esa era su responsabilidad y que del coche al polideportivo mediaba una distancia de cincuenta metros, lo cual nos permitiría cubrir el itinerario sin bajas apreciables. Entonces ella mostró su carita más desangelada, desengañada, desencantada, desabastecida (No llamen aún a la policía, era sólo un recurso: nos conocemos bien), pero a pesar de todo me mostré inflexible, y seguramente le endilgué una de esas epístolas morales que nos gusta pronunciar a los padres cuando nuestros hijos son pequeños, es decir, cuando aún se dejan: -Debes ocuparte de la bolsa, de la ropa y del balón. Yo te traigo a los partidos, ¡incluso animo desde la grada! Pero debes ocuparte de tus cosas: esa es tu responsabilidad.
La carita de criatura desasistida, desnutrida, al límite del maltrato, no pudo ser neutralizada. Era evidente que mis razones no tuvieron ningún efecto. Sólo entonces comprendí por qué era imposible que lo tuvieran: delante de nosotros, una hilera de diez o doce padres portaban con disciplinada resignación la bolsa de deportes de su particular baloncestista.
¿Con qué fuerza moral pedir a un hijo cierta conducta pública si los otros padres no obran del mismo modo? En el decurso de esos años, infestados de deporte infantil (que pueden durar una o dos décadas, según el número de niños que uno haya traído al mundo, para que gocen del estado del bienestar) es habitual entre padres y madres el recuerdo de que los nuestros no venían nunca a vernos (sin que, por otro lado, eso nos haya condenado de por vida al psicólogo) mientras que nosotros nos hemos convertido en abnegados masajistas de futbolistas y baloncestistas, incapaces de hacer nada sin la asistencia de sus particulares meninas.
Una de las preguntas de nuestro manual de autoayuda familiar es qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos. Y es que las familias de este tiempo hemos perdido el sentido de la responsabilidad con la misma ligereza que cualquier otro colectivo o institución. Quizás ya es hora de que dejemos de preguntarnos qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos, y empecemos a preguntarnos seriamente qué hijos vamos a dejar a nuestro mundo.
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