Humo
Vaya por delante que pertenezco a ese tipo de personas que si se puede fumar un pitillo después de una cena se lo fuma, y que si está prohibido, se contiene. No lo cuento porque sea un hecho de interés general sino por aclarar dos cosas: no mantengo una posición fanática antitabaco, y me encuentro entre ese gran grupo de ciudadanos de carácter flexible, mucho más numeroso, por cierto, de lo que podría pensarse si uno diera crédito a la versión de que aquí hay dos bandos, el de los amantes de la libertad y el de los defensores de la salud. Lo que la experiencia nos dice, por países que respetaron las medidas antihumo mucho antes que nosotros, es que en un primer momento puede haber un bajón en la hostelería, pero en un corto espacio de tiempo la afluencia de clientes vuelve a ser la misma. Hasta en Italia, país más proclive a transgredir las normas, los clientes acataron la ley. Yo no acabo de creerme que la gente, ¡en España!, deje de frecuentar los bares. De cualquier manera, los reportajes que están apareciendo de damnificados por la medida rozan lo cañí: muestran ese tipo de individuos que pueden resistir tres horas en una barra aportando humo al local sin consumir más que dos cafés; al padre de familia que se fuma un puro rodeado de sus pequeños fumadores pasivos o a esa clase inaudita de dueños de restaurantes que relacionan el humo con la esencia de una España que estamos a punto de perder. En ese ambiente, no desentonan las declaraciones del alcalde de Valladolid, afirmando que antes "iban a por los judíos, y ahora van a por los fumadores". Brecht revisitado. En fin, sería más simple, si es que uno está furioso, clamar por lugares en que sea compatible tomarse una copa y fumarse un cigarro. Y no mezclar la ley con conceptos como "totalitarismo" o "represión". Mejor dejar estos términos para cuando sean tristemente necesarios.
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