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Columna
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Incomodidad y vergüenza

Una noche de la semana pasada cené con unos amigos en un restaurante de Castilla. Un restaurante popular de una ciudad castellana en la zona fronteriza con Portugal en la que, como es sabido, una de las actividades importantes es la ganadería de vacuno, incluida la cría de reses bravas. No es por ello de extrañar que la decoración del local estuviera llena de objetos relacionados con la tauromaquia.

Tal vez más curioso fue el hecho de que la ambientación, aparte de la música típica de locales de copas, incluyera también una pantalla de televisión en la que se proyectaron, durante el tiempo que duró nuestra cena, dos documentales sobre el mismo tema: los toros.

Antes de describir su contenido, quiero explicar que en el hotel encontramos propaganda de una agrupación taurina que ayuda a los adolescentes a iniciarse en el arte del toreo y que organiza certámenes para ir seleccionando jóvenes que, por sus dotes naturales, su afición y un buen aprendizaje, puedan aspirar a convertirse en estrellas de esta profesión. Digo esto porque la pantalla del restaurante y la agrupación del hotel me evocaron plenamente, por una parte, algún bar de Barcelona con una pantalla emitiendo un partido de fútbol del Barça y por la otra, La Masia, la "pedrera del Barça". Igual que la pluralidad lingüística, la diversidad cultural es una riqueza y, aunque no sea compartida, debe ser aceptada por todos e incluso protegida. Los catalanes nos cansamos de reclamar este trato para lo nuestro frente a la incomprensión.

Al blindar los 'correbous', uno duda si con la prohibición de las corridas no se buscaba un choque con la cultura popular española

El primer documental era sobre una corrida de toros. Su visión me produjo a la vez agrado e incomodidad, las mismas sensaciones que tuve la única vez en mi vida que, de joven, asistí en vivo a una corrida en una plaza. Agrado, porque entiendo que, para aquellos que lo quieren y lo saben apreciar, hay arte, espectáculo y emoción en una corrida. Este arte nunca me ha atraído, pero no por ello lo puedo despreciar. Incomodidad, porque hay momentos de una gran crueldad con respecto al animal y de peligro innecesario con respecto al torero, peligro que demasiado a menudo se convierte en drama.

No hace falta que diga que no soy aficionado a los toros. No he apoyado en ningún momento a los grupos que, en Cataluña, han conseguido su prohibición, pero creo que la desaparición de las corridas es algo bueno. Hubiera preferido que esta desaparición no hubiese precisado la intervención de una ley, sino que hubiera sido consecuencia de una muerte natural, que seguramente ya se hubiera producido sin la demanda turística. Pienso que esta decisión nos convierte en un país más civilizado.

El segundo documental se titulaba Bous al carrer (así, en catalán). Era una recogida de reportajes sobre encierros, correbous y otros juegos parecidos alrededor de un grupo de animales y un grupo de mozos, con las mil variedades de burla y de vejación que la primitiva imaginación popular ha ido generando. Aunque no lo especificaba, se evidenciaba que estaba en gran parte filmado en pueblos catalanes, aunque también de otras áreas de España, especialmente de la zona valenciana. Su visión era aún menos agradable que la del anterior. El espectáculo, que no tenía nada de artístico, era profundamente brutal y la degradación del trato al animal, con la importante y evidente diferencia de la muerte, era peor. Por otra parte, las ocasiones de daños o heridas a personas eran mucho más frecuentes que en una corrida.

Mi sentimiento de incomodidad continuó, pero en este caso se le unió otro de vergüenza. Hemos prohibido por ley las corridas y a continuación hemos corrido a blindar por ley (para que no puedan ser prohibidos) los correbous.

Mientras tomaba el postre, pensaba que aquellos diputados que tomaron estas dos decisiones deberían explicar por qué lo hicieron. Se argumentó que la primera la tomaron, como pedía la iniciativa popular, para proteger a los animales y no por un deseo de enfrentamiento con la cultura popular española. En aquel momento la explicación era posible, aunque sujeta a sospecha. Después de la segunda decisión, tomada deprisa y corriendo antes de acabar la legislatura, ha perdido toda credibilidad.

Me paseo bastante por España y por Europa ejerciendo de catalán. He presumido mucho de ser hijo de un país civilizado. Temo y me duele que ahora alguien pueda responderme, con parte de razón, que también de un país hipócrita.

Joan Majó es ingeniero y ex ministro de Industria.

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