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Columna
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¿Cuánto vale?

Cualquiera que viva en una ciudad como Londres, por ejemplo, o que haya pasado allí las Navidades, ha tenido a su disposición en Nochebuena un servicio de transportes colectivos (metro, autobuses...) que ha funcionado en horario de festivo, es decir, con una frecuencia ligeramente más baja que la de un día laborable; y en Nochevieja, esos mismos transportes, además de reforzados, gratis. De las 23.45 del día 31 a las 4.30 del primero de año, gratis. Confieso que no sé calcular el déficit en dinero que suponen ese ritmo y esa gratuidad del transporte navideño. En cambio, me hago una idea perfecta del superávit que representan en términos de consideración para con el ciudadano.

Porque ingenuamente podría pensarse que en esa ciudad ponen más trenes y no los cobran porque de sus arcas públicas rebosa el dinero como el oro de los cofres de los cuentos de hadas. Pero, claro, no se trata de eso, y menos en los tiempos que corren, sino de que allí tienen o conservan, en cantidad suficiente, el sentido del servicio público y de las responsabilidades que conlleva. Y el servicio público no hace fiesta cuando la gente hace fiesta, sino al contrario: el servicio público asume que la ciudadanía durante esas noches navideñas se desplaza y tiene más necesidad que nunca de transportes colectivos, porque son noches de festejos, es decir, de prácticas incompatibles con el uso de vehículos particulares, por ejemplo.

No hace falta acudir a esa ni a otras comparaciones, que tienen famas de odiosas y se comprende, para considerar lamentable el alboroto -no creo sinceramente que merezca el título de debate- que ha provocado la apertura del metro de Bilbao durante la Nochebuena. Algunas de las afirmaciones y escenas que se han evocado para criticar la medida muestran la poca consideración que a algunos aún les merece la noción de servicio público o el severo déficit con el que, en este apartado, aún convivimos. Mucho de lo evocado (el diputado general de Vizcaya, por ejemplo, asomándose a la ventana para medir la afluencia de usuarios) proporciona tantos y tan fáciles materiales para la ironía, incluso para la sátira; tantos y sobre todo tan fáciles, insisto, que me voy a abstener.

En lo que sí creo que hay que detenerse es en que el principal argumento para oponerse a que el metro se abriera esa noche, es decir, para defender que el ciudadano de a pie se buscara la vida -o la muerte por coger el coche después de haber celebrado, porque no le quedaba otra opción- para desplazarse; el argumento estrella ha sido el económico, los 20.000 euros supuestamente "perdidos" en la prestación de ese servicio. Yo también veo un déficit en lo sucedido, pero desde luego no en dinero. Un déficit resumible en la horripilante confusión entre valor y precio. Porque, conozco el importe de un billete de metro, pero un principio -como la defensa del servicio público- ¿cuánto vale? ¿Y cuánto nos cuesta descuidarlo, desplazarlo, despreciarlo?

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