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Columna
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La nueva era

Dicen que los exfumadores suelen ser los antitabaquistas más radicales. Yo lo he sido. Todo. He sido exfumadora, radical y antitabaquista. Pero después he sido fumadora otra vez, flexible por aburrimiento y, por supuesto, también he despreciado profundamente a los antitabaquistas. En fin, que puedo decir sin ningún orgullo que en esta materia he tocado todos los palos y que incluso me siento con cierta autoridad.

Como es lógico, últimamente la ley del tabaco está en boca de todo el mundo. Después de la crisis (un clásico ineludible) el tema estrella de cualquier sobremesa que se precie es el cigarro y sus esquinas. Qué follón, oiga usted. Hasta los caracteres más dóciles se encienden y las venas del respetable se hinchan al máximo de sus posibilidades en cuanto surge el tema. Saltan al mantel palabras como "libertad", que es una palabra enorme y complejísima, o "derecho", que es como su prima hermana, y se arma el belén. De repente, sin darnos cuenta, estamos discutiendo de filosofía, de sociología y hasta de la estructura molecular de la nicotina. Se montan unos guirigays colosales y los que fuman acaban por encenderse un cigarro para calmar los ánimos y zanjar la cuestión. Los demás, nos llenamos la boca de turrón y miramos al techo. Y a otra cosa, mariposa.

Lo del tabaco es un asunto peliagudo, levanta pasiones. Es raro encontrar fumadores convencidos al cien por cien: casi todos sienten que les perjudica y querrían poder dejarlo. Se mueven en esa zona oscura que está entre la culpa, el placer y el miedo. Y esa zona es delicada, se rige por un sistema de balanzas muy fino. A ninguno nos gusta un pelo que nadie entre ahí para decirnos lo que tenemos que hacer. Uno ya lo sabe, porque todos sabemos lo que nos conviene. Otra cosa bien distinta es lo que decidamos hacer. Cuando era fumadora me reventaba que me dijeran que estaba fumando mucho. Eso, perdone usted, pertenece a mi zona oscura y esa zona mejor no me la toque, haga el favor. Y aunque está claro que la ley antitabaco no está pensada para ocuparse de las zonas oscuras de nadie, sino para proteger los pulmones del vulgo, es perfectamente lógico que encienda pasiones. Y tanto que las enciende.

Lo que queda por ver es cómo reaccionaremos desde hoy los fumadores y los no fumadores. Personalmente, me muero de curiosidad. No sé si nuestro nivel de civismo estará a la altura de las circunstancias. Tampoco sé quién se encargará de velar por que se cumpla la norma, si los camareros y clientes querrán erigirse en policías o pasarán soberanamente cuando un fumador rebelde se encienda un cigarro. Ya veremos cómo se van dando las cosas en esta nueva era del humo que empieza... ¡Ya!

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