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Columna
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El cuento de El Chollo

A El Chollo le apodaban así en mi barrio, hace varias décadas, por su facilidad para los negocios: compraba a 20 lo que valía 10 y lo vendía a cinco, pero cuando conseguía endilgarle al fulano la mercancía esos cinco eran una fortuna que para sí quisieran Botín, Florentino y compañía. Y así, poco a poco, día a día, se fue granjeando el sobrenombre de El Chollo, que acabó por devorarle el nombre. De hecho, yo nunca supe como se llamaba, aunque tampoco hacía falta tratándose del bróker del barrio, el artista más sutil de la plazuela y, probablemente, el hombre más feliz del mundo.

Sé que trabajó, cuando yo era pequeño, muy pequeño y correteaba por los intríngulis del Casco Viejo bilbaíno, en alguna fábrica, obra o algo así -cuando había fábricas y obras y algo así-, porque ya se sabe que los negocios son traicioneros y, a veces, lo que valía 10 no lo colocaba a cinco, sino a tres. Pero había que seguir comiendo y eso implicaba someterse al horario, al sobre -entonces no había nómina, sino sobres semanales, como aquellos de Marbella, pero más delgados-. Pero, poco a poco, se fue dedicando más y más a los negocios, a los chollos, como un emprendedor, quizás el primero, el más generoso, mitad empresario, mitad ONG, resolviendo el problema de los que querían vender y aplacando la urgencia de los que necesitaban comprar. En cierto modo, era el precursor de la economía social. Él solito. El Chollo no necesitaba a nada y nadie para sobrevivir. Todo en él era un misterio.

Cuando el destino me cambió de barrio, de una punta a otra de la ciudad, me quedé sin noticias de los negocios de El Chollo, aunque siempre supuse que le iría bien: aquel serrucho, aquel cincel, aquellas tijeras afiladas (eso decía), aquella caja de herramientas... le mantendrían vivo, a cinco o a tres. Además, él era enjuto, de poco comer y mucho caminar. Y me lo encontré de pronto en una casita, antigua sede de la Guardia Civil, cercana a la mía, junto a algunos marginados. Su habitación era luminosa y brillaba como la de un empresario con servicio doméstico interno. Tras aquellas barbas castristas y la piel enjuta y tersa, habitaba Don Limpio. En aquella habitación se podía comer en el suelo. El tiempo me sacó del nido -entonces los hijos nos íbamos de casa a su debido tiempo- y le perdí la pista. Supuse que había muerto de viejo. Nunca pensé que El Chollo podía padecer alguna enfermedad anticipada.

Pero en los dos últimos meses le he visto dos veces en el barrio en el que ahora vivo. Yo no creo ni en dioses ni videntes, ni en curas ni santeros, ni en Iker Jiménez, ni en Jiménez del Oso, pero puedo asegurar que El Chollo existe. Aparenta unos 60 años, aunque debe rondar los 100. Creo que es el espíritu optimista de la crisis. Quizás nos hacen falta gobernantes que compren a 20 -servicios sociales- lo que vale 10 -la economía- y vendan a cinco la codicia.

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