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Columna
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Transporte

Imagine que se halla en Marte. Ve salir una luna por el este; ve que sale también una luna por el oeste y que va a cruzarse con la anterior mientras ambas prosiguen su camino. Está usted a millones de kilómetros de casa, protegido del frío marciano por frágiles membranas de tecnología terrestre. Su nave espacial está además averiada, sin posibilidad de reparación, por lo que jamás podrá regresar a la Tierra. ¿Le queda alguna esperanza? En el compartimento de comunicación de su nave encuentra un teletransportador. Si lo utiliza, el aparato destruirá su cerebro y su cuerpo mientras registra los estados exactos de todas sus células. Luego enviará esa información por radio a su receptor-replicador en la Tierra, donde usted será reconstruido molécula a molécula. En apenas tres minutos, habrá entrado por una puerta marciana y salido por otra terrestre sin cambio alguno perceptible en su persona. ¿Es usted o es otra persona quien así ha regresado a la Tierra? He tomado el ejemplo anterior de Dennett y Hofstadter, pero ya Derek Parfit había utilizado uno similar, aunque con implicaciones más complejas. Imagine que entra usted en el cubículo que lo va a teletransportar a otro planeta, pero esta vez el aparato no lo destruye al crear su cianotipo. Una vez transportado, podrá hablar con su réplica y verla a través de un sistema de televisión. Usted y usted mismo no parece que sean ya la misma persona, aunque sean cualitativamente idénticos. Ocurre, sin embargo, que el escáner tiene un fallo y que al crear su cianotipo le produce una lesión cardiaca que provocará su muerte a los pocos días. Cuando habla con su réplica, ambos saben que morirá a los días y hasta recibe usted el consuelo de quien va a sobrevivirle, es decir, ¿de usted mismo? ¿Le resultará indiferente su muerte o marcará justo esa experiencia de su muerte la diferencia de su identidad?

Les puedo asegurar que nunca he sido teletransportado, pero el día pasado me encontré conmigo mismo. Sentado en un banco del Paseo de Vizcaya -¿o es Bizkaia?-, allí estaba yo. Mantuve una interesante conversación con yo mismo, si bien tuve que corregirle algunas de sus afirmaciones. Me veía muy mejorado de cuando me vio la vez anterior, una semana antes. Le juré que jamás me había encontrado con él, pero tuve que escuchar el relato de la conversación que según él mantuvimos. ¿Por qué no te olvidas ya de toda esta charca?, me reprochó. ¿Te acuerdas de Lucrezia Panciatichi?, prosiguió. No, claro, de qué te vas a acordar, pero hace unos años no habrías dudado. ¡Bronzino!, remató. Acababa de regresar de Florencia, de ver la gran exposición de Bronzino. ¡O Egibar o Bronzino!, me amonestó, ¡o esto o lo otro! Lo vi abstraerse luego en alguna meditación en torno al véspero, que ya asomaba, y me alejé, no sin asegurarle que yo no me olvidaba de esto, pero reconociéndole que quizá había abandonado lo otro. Esto y lo otro, éste es mi deseo para el año entrante. Feliz 2011 a todos.

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