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Columna
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Avaricia en la red

Parece imposible escuchar tanto disparate en relación con las descargas de Internet, a propósito en esta ocasión de la llamada Ley Sinde. El problema debería limitarse a defender una vulgaridad, es decir, que cuando alguien vende un producto que no le pertenece está robando y se le debe aplicar el Código Penal que para eso está y es más que suficiente. Empeñarse en establecer leyes especiales para las descargas de la Red debe tener intereses ocultos o, por el contrario, es el producto de una incultura digital manifiesta.

Para empezar deberían renunciar a esa nomenclatura absurda de "creadores" y evitar así la sospecha de que padecen delirios de grandeza. Son autores, vocalistas, cineastas, en el mejor de los casos intelectuales, y casi siempre gente de la farándula, ocupaciones todas de gran tradición y mucha dignidad. Pero llamarse a sí mismos creadores y pretender leyes especiales de recaudación apunta más bien a considerarse dioses exigiendo diezmos y primicias a sus comunidades de base. Igual que parapetarse en el término "cultura", discutible en muchos casos, y que les lleva a afirmar con una precisión sorprendente que si no se regulan las descargas "desaparecería la mitad de la cultura". Confundir física con cultura es como pedir cuarto y mitad de un autor en una librería.

Siempre hay alguna razón hasta para los dislates. Y es que antes de Internet, los "creadores" vendían unas docenas de libros, algunos centenares de discos y hasta varias representaciones a la semana. Cuando les hablaron de Internet, la globalización del consumo, lo ojos les hicieron chiribitas. Millones de usuarios son toda una expectativa de consumo, pero la frustración llegó pronto. Los dígitos hacen de todo menos pagar peaje; los dígitos se multiplican, se compactan y fragmentan, viajan por cable, por el aire y en el móvil, se almacenan, se esconden en claves y hasta se magnetizan. Pero nunca se paran y, como la esposa del Cántico de San Juan de la Cruz, pasarán los fuertes y fronteras, por mucho que se empeñen las fieras del peaje. Deberían contentarse con las docenas, los centenares y, con suerte, con los millares de ejemplares vendidos y agradecer a Internet el ser más conocidos que nunca. Pero la avaricia persigue al dígito como el amo al esclavo liberado, el resentimiento insufrible de una existencia independiente al margen de su creador.

Ahora que Wikileaks digitaliza la libertad de información y desinfecta algunas políticas corruptas, sin que los diplomáticos pidan derechos de autor, los creadores exigen un canon por tararear La Marsellesa. En lugar de creadores parecen criaturas en plena rabieta, con mucho infantilismo digital impropio de la cultura del presente. Deberían copiar cien veces en el encerado "esto no se hace", eso sí, a 20 euros por cada línea copiada.

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