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Columna
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En contra de la utopía

Todo el mundo se empeña en generar modelos. Hacen falta modelos económicos, modelos educativos, modelos sanitarios. Modelizar nace de una optimista suposición: que la política dirige la realidad, cuando la realidad, quieras que no, va por su lado. Hablamos con ironía del carácter divino del poder en otras épocas, pero nosotros asumimos mansamente la celestial omnipotencia de nuestros cargos electos. Por eso las manifestaciones ante los edificios públicos mantienen la misma justificación de fondo que las rogativas religiosas cuando había sequía.

El planificador defiende la utopía. Cambiar con sus decretos una parcela de la vida le parece una bagatela. Él no es tan modesto: aspira a subvertir la realidad entera. La humanidad le parece una camada de ratas de laboratorio. Empitona las leyes físicas, morales o económicas con la brutalidad de un colérico dios griego. E ignora que no es que los modelos aplicados no funcionen: es que todo modelo, en sí, ya es un fracaso. El planificador violenta la anatomía humana con una camisa de fuerza. La porfía por mudar la realidad le lleva cada vez más lejos: ante la evidencia de que sus intervenciones quirúrgicas se saldan con el fracaso, emprende operaciones más expeditivas. Digamos que pasa del bisturí a la motosierra: y el cambio de instrumental supone pasar de la intromisión política a la dictadura totalitaria.

Los utópicos se entretienen inventando modelos, pero existe una utilización más modesta y efectiva de la misma palabra: el modelo como ejemplo de conducta moral. Frente a los paranoicos diseñadores de una humanidad distinta, la modélica conducta de personas honradas, pacíficas, predispuestas al bien, merece todo el respeto. Quien de verdad pretende cambiar la realidad tiene en cuenta sus leyes, como un ingeniero aeronáutico construye naves voladoras, pero no ignora al hacerlo los principios de la física. Nada representa mejor este dilema moral, en nuestra época, que las posiciones ante la violencia. Los planificadores se declaran pacifistas. Los particulares, en cambio, son pacíficos. Aún más, sospecho que los pacifistas militantes detestan a las personas pacíficas. Seguro que sueñan con colgarlas de un árbol.

Colocar el paraíso en la otra vida presenta francos inconvenientes, pero todos los experimentos realizados para traer el paraíso a nuestra acera se han saldado con el fracaso, aunque sí nos han traído una experiencia ultraterrena: la del infierno. No se entiende esa neurótica fijación por traernos el paraíso: hemos alcanzado niveles de calefacción muy agradables, contamos con luz eléctrica, la cerveza está fría, los equipos informáticos mejoran cada año. Sabemos qué han traído los que creen en la utopía, pero sabemos todavía mejor lo que traen los ingenieros... ¿Loa a los ingenieros? Dios mío, no pensaba que el argumento me iba a llevar tan lejos.

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