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LLAMADA EN ESPERA

Control aéreo

Estrella de Diego

La verdad es que si no fuera por lo antipáticos que les parecen a todo el mundo, me encantaría ser controlador aéreo: mientras el resto de los empleados del Estado se aprieta el cinturón y el país entero se debate en el paro, a ellos no les llega para el salto a Bermudas. Una desgracia. Bien es cierto que es una profesión con mucho estrés -repiten-, pero seguro que no menos que el del personal de urgencias -médicos y enfermeras- que atendieron a algún controlador que llegaba con un ataque de histeria. ¿Se imaginan que los doctores de los hospitales un día, a eso de las cinco, en medio de una epidemia de gripe, decidieran que vaya agobio, que con tan malas condiciones laborales -y en su caso es cierto- no hay quien trabaje? ¿Qué le hubiera parecido al colectivo de la bufanda con chaqueta -los controladores- si al llegar a punto del infarto hubieran encontrado las urgencias sin atender, el personal sanitario encerrado en la sala de rayos X, megaestresados? Además, no sé si un tema como el control aéreo debe dejarse en manos de gente tan nerviosa, que sale en la tele lloriqueando o confiesa arrepentida que se fue pues no podía más -como pasajera me preocupa, la verdad-. ¡Qué miedo depender de personas tan inestables en su asunto grave como la seguridad aérea!

Pensaba en todo esto mientras oía las noticias justo antes del puente y me alegraba de haber decidido no viajar. Menudo año nos han dado a los que volamos por obligación con sus retrasos interminables, siempre de huelga encubierta. Una pesadilla. Pasar unos días sin tener que lidiar con ellos es la mejor noticia, así que, en mi protesta particular, me he ido de viaje sin dejar Madrid y he elegido una exposición y un libro que han hecho mis delicias en medio del descontrol aéreo.

La exposición es la de Horacio Coppola en el Círculo de Bellas Artes que llega de la mano de Jorge Mara y por tanto con el toque de sofisticación que siempre caracteriza sus propuestas -se pudo comprobar el año pasado en el magnífico stand de su galería en Arco-. La muestra presenta a un Coppola antes del Coppola clásico y recoge instantáneas de diferentes ciudades -París, Londres, Berlín, entre otras- que no tienen nada que envidiar a las fotografías de los grandes nombres de la vanguardia, como hace notar una comparación visual muy acertada el final del libro-catálogo. Pero si las fotos tempranas de las ciudades atrapan la visión por su carácter documental y extraño, hay una imagen reproducida que sorprende: Coppola subido a un poyete hace una foto mientras un amigo le sujeta. Aquí se pone de manifiesto esa mirada excéntrica que iba buscando modos distintos de representar. Es el acto supino de la mirada resumido en esta imagen de modo intenso: mirar no sólo al que mira, sino al que construye la mirada.

Y atrapa Coppola a los personajes, con frecuencia caballeros inquietantes de traje oscuro y sombrero, que me han recordado a esos hombrecillos de la última novela de Juanjo Millás, Lo que sé de los hombrecillos, divertida, inteligente, incisiva, maravillosamente absurda y, sobre todo, inesperadamente verosímil porque Millás construye una realidad paralela con una lógica interna indiscutible. Al final, tumbada en el sofá reflexionando sobre el caos en Barajas, pienso en mi planazo de puente -una exposición brillante y un libro genial-. Que se queden los controladores en medio de su descontrol quejica y caprichoso. Eso sí, que la justicia, sobre todo poética, sea implacable con ellos porque son unos flojos.

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