Una nueva frontera para Europa
El último año ha bastado para demostrar dos cosas: que sin la Unión Europea hubiera sido imposible evitar la catástrofe económica que se nos venía encima con la crisis generada en los Estados Unidos del presidente Bush y que la historia de la Europa unida no se acaba con el Tratado de Lisboa.
Por eso es tan llamativo que cueste reconocer explícitamente que, a diferencia de 1929, la crisis ha podido ser gobernada evitando el derrumbe porque Europa es un mercado único y una unión monetaria con la que hemos eludido los grandes errores de hace ochenta años: el proteccionismo, la devaluación competitiva y la carencia de intervención pública en la economía.
No ha sido la ciencia infusa la que nos ha llevado a no tropezar en las mismas piedras, sino la lección duramente aprendida el siglo pasado. Pero ni el mercado único ni el euro se han creado en un año, con la crisis. Existían desde hace décadas y no fueron ideados por capricho, sino para ser garantía del crecimiento en épocas de bonanza y seguro contra la recesión en tiempos de dificultades. Lo primero ya se había verificado a lo largo de décadas de aumento de la calidad de vida de la ciudadanía. Lo segundo acaba de comprobarse.
Tenemos que convertirnos en una auténtica unión económica con un Tesoro público común
¿Asumirá la socialdemocracia el reto de proponer y liderar una nueva fase?
La UE, por tanto, se muestra hoy como un ejercicio de planificación democrática de la economía a gran escala que cada día rinde más y mejores resultados. Cuando salgamos de la crisis -que saldremos- será gracias a la existencia de la Europa unida y a su reforzamiento, que nadie se engañe.
Reforzamiento materializado con el Tratado de Lisboa, nacido en medio de la tormenta. Esa Constitución innominada -proveniente de la que elaboramos en la Convención de 2002-2003- ha significado un impulso político con el que la Unión ha adoptado decisiones inimaginables hace solo un año, utilizando sus nuevas figuras institucionales para perfilar grandes acuerdos a tiempo y dando -que buena falta hacía- un fuerte empuje a la democracia europea. Pero necesitamos mucho más, en cantidad y en calidad.
Lo primero, convertirnos en una auténtica unión económica con un presupuesto suficiente basado en recursos obtenidos de forma directa y de carácter progresivo: contar con un Tesoro público europeo. Lo segundo, ser una zona fiscalmente armonizada. Lo tercero: mecanismos para decidir una verdadera política económica común, hacia dentro y hacia fuera (globalización). Lo cuarto: poner al mismo nivel formal y real las normas del mercado único y las de una Europa social que eleve al ámbito de la Unión el Estado de bienestar que comparten los Estados miembros.
Sobre esa base, reformar el Tratado de Lisboa para institu
-cionalizar un mecanismo europeo de gestión de crisis es correcto, pero no puede quedarse en una medida aislada. El Consejo Europeo tendrá en su momento que ir sustancialmente más allá. Y terminará haciéndolo más tarde o más temprano. ¿Por qué?
Porque el enorme desarrollo de las fuerzas productivas europeas -sin parangón en el mundo más que en Estados Unidos, ya que la acumulación de capital material y humano no emerge en unos pocos años, sino que requiere décadas o incluso siglos- demanda tal avance cualitativo en las estructuras de la Unión. De lo contrario, estas se convertirán en un freno para aquellas, con consecuencias nefastas.
Y es en ese punto en el que la socialdemocracia europea es interpelada por la positiva realidad que ha contribuido a construir en beneficio del conjunto de la ciudadanía: ¿asume el reto de proponer y encabezar una nueva fase en la construcción europea, cuando la crisis económica le da todos los argumentos para hacerlo? Veamos.
Primer argumento. Una vez más, el mercado ha demostrado no solo ser injusto, sino ineficaz para atribuir recursos y reducir la incertidumbre. Son las políticas neoliberales las que han fracasado, no las públicas.
Segundo. De nuevo es imprescindible incrementar la intervención del Estado en la economía para evitar los errores del mercado y maximizar en términos de crecimiento, bienestar e igualdad los avances de la ciencia y la técnica.
Tercero. Salvar esta crisis con dinero del contribuyente debe tener consecuencias permanentes de regulación económica, haciendo imposible que el mercado neoliberal y quienes han creado la crisis y siguen enriqueciéndose con ella a través de la especulación vuelvan a las andadas.
Cuarto. Si la Unión ha sido, en tanto que planificación democrática de la economía, nuestro principal escudo frente al abismo, lo mejor será fortalecerlo al máximo.
Quinto. No todos los planes de ajuste frente a esta crisis son iguales; por ejemplo, el de España no cuestiona los fundamentos del Estado de bienestar, mientras que los de otros países, con Gobiernos de derechas, atacan directamente su núcleo.
Sexto. No todas las fuerzas políticas están en condiciones de apostar por una unión económica europea que eleve a categoría comunitaria la hegemonía de lo público y el propio Estado de bienestar; los socialdemócratas pueden hacerlo, mientras que los conservadores no querrán traspasar por principio el límite de ir más allá para no transfigurar el mercado liberal y perjudicar a quienes sacan el mayor beneficio de su existencia desregulada.
La verdad es que el Partido Socialista Europeo está dando ya pasos en ese sentido. Fue el primero, por ejemplo, en demandar (cuando pocos secundaban tales ideas) una regulación financiera que pusiera coto a los desmanes de los especuladores y en promover la creación de lo que luego ha tomado cuerpo como Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera. Y ahora está a la cabeza de conseguir la creación y emisión de eurobonos como instrumento esencial para acabar con los ataques de los mercados financieros contra los estados de la eurozona, que tienen como propósito de fondo comprometer el futuro de la misma, a pesar de la fortaleza y salud que presenta en comparación con las debilidades estructurales de otras economías desarrolladas, como la norteamericana o la británica.
Sí, urge volver a ilusionar a la ciudadanía con el proyecto de construcción europea, demostrando su utilidad para que podamos seguir viviendo en el espacio más libre y próspero del planeta y haciendo visible su capacidad de futuro. La UE no puede ser vista en exclusiva como quien exige sacrificios sino, ante todo, como quien facilita mantener y aumentar la prosperidad colectiva. Y para ello hay que adoptar decisiones tan sensatas como valientes.
En fin, cuando ya hemos celebrado el primer año de Lisboa, la socialdemocracia debería proponer a la ciudadanía una nueva frontera para el proyecto europeo que, desarrollando lo conseguido, nos llevara a una unión política federal y concitara la ilusión y el voto de los trabajadores de toda clase.
Europa y el mundo lo necesitan. Y es posible y necesario.
Carlos Carnero es embajador en Misión Especial para Proyectos en el Marco de la Integración Europea.
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