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Columna
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426 euros

El pasado lunes, 32º aniversario de la Constitución, Zapatero recordó con solemnidad que ésta establece un modelo de Estado, el Estado de bienestar o Estado social, que debe estar siempre presente "para los legisladores, los gobernantes y los ciudadanos". Imagino los gestos de muchos espectadores ante la pantalla: de la carcajada irónica a la sonrisa cansada, del comentario sardónico a la mueca indignada. Tres días antes se había aprobado, en plena crisis, la suspensión de la ayuda de 426 euros mensuales a los parados de larga duración. Sin anunciar, por descontado, ninguna otra medida efectiva que pudiera reemplazarla. Y desautorizando, por cierto, al ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, que poco antes había insistido en que no se dejaría en tal desamparo a las más de 600.000 personas que no tienen más ingresos que ésos.

La idea de que hay que pasar de las políticas pasivas de empleo a las activas, mediante intermediarios laborales que tracen un itinerario personalizado de cada parado y demás, puede sonar fantástica, pero no lo es tanto si uno no tiene dónde caerse muerto mientras tanto. Si sobrevive de la caridad o de unos familiares sobrepasados, si la angustia le asfixia, si en las noches de insomnio su mente se flagela preguntándose por qué, qué he hecho mal, cómo voy a salir de este agujero, a lo mejor es verdad que no valgo para nada. Si el Estado social, además de poner en marcha todo tipo de políticas activas de empleo, no consiste en ejercer una labor redistributiva que subsidie a todas esas personas, si ése no es uno de sus principales objetivos, ¿en qué consiste? Si El increíble hombre menguante les parecía una película de terror, espérense a sufrir con El indecente Estado social menguante. Con la excusa o la coartada de la crisis económica, la película más exitosa de esta temporada, y de la próxima, y de la próxima...

La irritación generalizada que ha creado la soberbia de los controladores aéreos con su huelga salvaje es perfectamente comprensible. El caso nos remite esta vez al culebrón Los ricos también lloran, aunque habría que aclarar que llorar, en este caso, es otra forma de ejercer el poder (o su abuso, a pesar de que les ha salido, según parece, el tiro por la culata). ¡Pero cuánto protagonismo, cuánta opinión pública volcada, cuánta movilización del Gobierno -"Estado de alarma", nada menos-! Se entiende la impotencia de tantos otros colectivos mucho más numerosos y desaventajados, pero sin organizar, sin visibilidad mediática, sin el poder de paralizar un país. Sus gritos son susurros. Si la indignación y la compasión son las dos grandes pasiones que nos mueven a la justicia, ¿cómo es posible que nos indigne menos, que compadezcamos menos a esos cientos de miles de ciudadanos a los que dejamos sin subsidio alguno, que a los cientos de miles que han deambulado fantasmales por los aeropuertos durante estos días?

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