El panóptico de Assange
La última filtración de Wikileaks ha revelado que, para algunos dirigentes políticos y altos funcionarios, no existe diferencia entre el secreto y la mentira. En sus manos, la reserva que exige la acción del Estado en ocasiones excepcionales se transforma en una autorización permanente para hacer y decir en privado lo contrario de lo que se afirma en público.
Los documentos conocidos dejan, así, la desasosegante impresión de que la política está secuestrada en los despachos y de que lo que se ofrece a los ciudadanos es, en cambio, una farsa destinada a convencerlos de que los Gobiernos se esfuerzan en una dirección cuando en realidad trabajan con denuedo en la contraria.
Por el momento, Wikileaks se ha limitado a hacer públicos documentos del Pentágono y del Departamento de Estado norteamericano. Amaga, además, con revelaciones sobre la actuación de algunos bancos para el caso de que su fundador, Julian Assange, sea detenido bajo acusaciones que, por lo demás, nada tienen que ver con la filtración masiva de documentos.
El problema de Wikileaks es que depende de la voluntad de una sola persona
Pero la pregunta que queda en suspenso es si existe algún ámbito de la esfera pública en cualquier país democrático del mundo capaz de salir indemne a un escrutinio semejante al que ha desencadenado la última filtración de Wikileaks sobre el Departamento de Estado. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si se conocieran las interioridades de la relación entre los partidos y Gobiernos democráticos con diversos protagonistas de la sociedad civil, sin excluir a los medios de comunicación ni a las personas que se pronuncian en ellos? ¿Cuántas reputaciones públicas no mostrarían un rostro diferente con solo acceder a las conversaciones y maniobras de sus titulares durante los dos últimos años, el mismo plazo de tiempo que abarcan los documentos dados a conocer por Wikileaks? ¿Cabría descartar actitudes de sumisión o intercambios de favores parecidos a los que se describen en los telegramas que recibía el Departamento de Estado desde sus embajadas por todo el mundo? ¿Se disiparía entre los ciudadanos la sensación de farsa que ha provocado la filtración con respecto a la política, o se extendería a la totalidad de la esfera pública?
Reconocer que pocos ámbitos sociales saldrían indemnes de una prueba como la que está enfrentando el Departamento de Estado norteamericano no debería llevar a excusar las maniobras de las que dejan constancia los documentos filtrados por Wikileaks. Antes por el contrario, obligaría a restablecer la frontera entre el secreto y la mentira, que es tanto como decir entre las gestiones discretas que necesita el Estado y la manipulación que corrompe a la política. Wikileaks ha actuado como un agente a favor de la transparencia, al revelar que la discreción de algunas gestiones, el secreto en el que se desenvolvieron, permitió cambiar el signo con el que se presentaron a los ciudadanos, convirtiéndolas en mentiras. De hecho, fueron gestiones discretas no para lograr mayor eficacia, sino para sabotear cualquier posibilidad de obtener resultados, de manera que los Gobiernos de los que ofrecen datos los documentos filtrados pudieran quedar simultáneamente bien con Estados Unidos y con su propia opinión pública.
Es lo que ha sucedido en España en relación con el caso Couso, la investigación de la detención de españoles en Guantánamo o el asunto de los vuelos con destino a las cárceles secretas que la CIA tiene repartidas por el mundo.
El revulsivo que ha supuesto la filtración de Wikileaks presenta, con todo, una cara oculta, a la que conviene prestar atención. La defensa de una mayor transparencia en la actuación de los poderes públicos no puede llevarse hasta el extremo de convertir a las sociedades democráticas en una versión virtuosa del panóptico, una estructura penitenciaria en la que el reo no dispone de un mínimo espacio de intimidad. Sobre todo cuando, además, ese panóptico queda en manos de un individuo o de una organización privada.
Hasta ahora, Wikileaks ha revelado documentos secretos de la Administración norteamericana, una forma de afirmar su poder contra el de la mayor potencia mundial. ¿Pero qué sucedería si ese poder de Wikileaks, capaz de poner en jaque a Estados Unidos y a buena parte de sus aliados, se volviera contra ciudadanos concretos, cuya intimidad podría airear en la red como ha hecho con los documentos del Pentágono y del Departamento de Estado? Por descontado, no es lo mismo airear asuntos privados de los ciudadanos que denunciar prácticas cuando menos abusivas de los Gobiernos o de otros poderes de los Estados. El problema es que la diferencia entre un uso y otro de un poder tan incontestable como el que ha demostrado Wikileaks solo depende de la voluntad de una persona.
Que esa voluntad haya resultado hoy favorable a una buena causa no es argumento suficiente para consagrarla como una instancia benéfica en sí misma. Quizá no existan tales instancias y por eso no haya que buscarlas, sino conformarse con pactar sistemas imperfectos, aunque siempre revisables, para garantizar los derechos de las personas. Incluidos los de Julian Assange.
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