El sueño de Mario Vargas Llosa
La concesión del Premio Nobel de Literatura de Mario Vargas Llosa, hace un mes, fue una buena noticia: para la literatura y para sus lectores. Pero buena, excelente y quizá mejor noticia, es la aparición de su última novela, El sueño del celta, que demuestra que el gran novelista peruano sigue siendo un maestro de la narrativa. El hecho de que un creador logre seguir ejerciendo su talento con el poderío, la noble ambición de cumplir con sus altas miras estéticas y morales tras años y años de escritura y de éxitos indiscutibles es, en verdad, lo mejor que puede sucederle a la literatura, sobre todo en tiempos tan espiritualmente magros como los actuales.
Mario Vargas no solo escribe como el maestro que es, sino que sigue empeñado en su ya mítica voluntad de la obra perfecta. Hace años, muchos, en uno de sus artículos en este mismo periódico, decía, más o menos, y perdone el lector que cite de memoria, que costaba el mismo esfuerzo, el mismo trabajo, escribir una novela excelente que escribir una mala novela; el secreto radicaba en la voluntad, en la empeñosa intención del escritor por alcanzar la extrema bondad de su escritura. Existe el talento, por supuesto, y nadie duda del de Vargas Llosa, ni siquiera las voces críticas que le reprochan alguna que otra declaración de carácter político con la que no están de acuerdo. Lean esos perdonavidas inmersos en la pulcra corrección política El sueño del celta, ese alegato feroz contra el colonialismo europeo en el Congo y contra la Amazonia, encarnado en un personaje memorable, Roger Casement, homosexual y luchador por la independencia de Irlanda, causa que lo lleva a la horca, y se encontrarán de nuevo con ese Vargas Llosa que, en toda su larguísima obra, no ha escrito una sola línea que revele un pensamiento, una muestra ideológica, una reflexión, una intención ajena al más sólido y sostenido ideario de izquierdas. Curioso que, en una época en que la creación literaria, por llamarla de algún modo, patina por los cerros de la comercialidad, de la moda, de la facilidad, de la transigencia y de la comunión con los parámetros políticos establecidos (tanto en caso de quienes se cobijan bajo los manoseados y chatos dogmatismos de izquierdas como en el de quienes prestan su verbo a las acomodaticias y estrechas miras de la derecha), se le reproche a este autor sus teorías económicas liberales o sus opiniones antinacionalistas, que siempre ha expuesto a fuerza de reflexión y con una valentía encomiable, y no se le reconozca la función contestaría, denunciadora, casi incendiaria de sus novelas.
Mientras el mundo de las letras occidentales celebraba la concesión del Nobel al autor, aquí, en Barcelona, la noticia era que el premiado era un escritor antinacionalista catalán. En lugar de sentirnos orgullosos de que Vargas Llosa haya vivido cuatro años entre nosotros, las emisoras de radio cargaban contra un autor que no se ha cansado de repetir, urbe et orbi, que sus años barceloneses fueron los más felices de su vida. Cualquier ciudad se sentiría honrada, agradecida y conmovida. Particularmente, así me siento. Confieso que fui privilegiada beneficiaria de esos años que el hoy Premio Nobel pasó en Barcelona, ya que tuve la suerte de ser una de los entonces jóvenes aspirantes a escritores que recibimos el regalo de disfrutar de su generosa hospitalidad en largas e inolvidables tardes en las que él, ya autor consagrado -había publicado nada más y nada menos que cuatro obras maestras: Los cachorros, La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la Catedral- nos recibía para "hablar de literatura".
Vargas Llosa, García Márquez, José Donoso (lean Correr el tupido velo, de Pilar Donoso), Jorge Edwards hicieron por nosotros, los entonces jóvenes, más que la tronada universidad de la época: nos desasnaron, inundándonos de conocimientos, de libros, de noticias, de polémicas con las que viajaban continuamente a universidades estadounidenses, inglesas o francesas y, por supuesto, a sus países de origen. Vargas Llosa y José Donoso fueron, como Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma en otro ámbito, los más generosos con los jóvenes de entonces. Donoso en Vallvidrera, Vargas Llosa en su casa de Via Augusta primero y en la de la calle de Ossio, después, fueron pilares literarios inolvidables y, además, de una didáctica hoy extinguida.
Frente a la moda del momento, tan francesa, del nouveau roman, Donoso nos repartía libros de Vonnegut, de Henry James o de Carlos Fuentes; Vargas Llosa atravesaba su pasión flaubertiana, que dio fruto a uno de sus grandes ensayos, La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, y analizaba a Joyce y a Faulkner con hondura y pasión. Enamorado del cine, le recuerdo en su casa, con Ruy Guerra, el realizador brasileño, con quien escribía el guión para una película que no llegó a realizarse, pero de cuyo proyecto surgiría, majestuosa, una novela monumental: La guerra del fin del mundo. "Venid esta tarde, podremos hablar con Ruy Guerra", nos invitaba. Y así era: dos talentazos del momento nos hablaban de cine y literatura. ¿Qué escritor, hoy más o menos reconocido, tiene la paciencia y la generosidad de recibir en su casa a jóvenes ávidos de conocimientos y de saberes?
A veces, me pregunto cómo, de qué, de quiénes se alimentan cultural y espiritualmente los jóvenes de hoy. ¡Qué huérfanos y desarmados crecen! Recuerdo un atardecer, en casa de Beatriz de Moura, entonces incipiente editora, en 1974: Vargas Llosa llegaba de Cuba, desencajado, atacado por trastornos intestinales. Había asistido a las famosas sesiones en las que el poeta Heriberto Padilla se inculpó, y culpó a varios de sus amigos, de disidencia respeto al régimen de Castro. Ahí se rompió el apoyo de los intelectuales europeos (Sartre, Beauvoir, Carlos Barral, Einaudi...) al castrismo, y se rompió la izquierda. Recuerdo la aparición de Vargas Llosa, en casa de Beatriz de Moura, y lo recuerdo con una expresión muy dibujada: como siempre he imaginado la del personaje de Conversación en la Catedral, al preguntar: "¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalia?". No era Perú lo que se había jodido entonces, era el sueño de la izquierda. Afortunadamente para él, y para sus lectores, ese sueño sigue vivo, ¡y cómo!, en las novelas que sigue escribiendo.
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