Un reconfortante paseo por los noventa

Llegaban tan rejuvenecidos que a las 20.45, cuando estallaban los primeros guitarrazos en La Riviera, buena parte de la parroquia de Primal Scream aún pasaba frío en la cola. Pero así de vigorizante es la fe de los redivivos: Bobby Gillespie y sus gentes no solo corroboraron su papel protagónico durante los años noventa, sino una muy vigente capacidad de embobar a un público heterodoxo un par de décadas después. El repaso en su gozosa integridad (hoy repiten en Barcelona y el próximo fin de semana, en Londres) de Screamadelica (1991) servía para constatar que los de Glasgow, tan grandes antaño, hoy conservan tonificada la musculatura.
Alguna vez hemos hablado de la melancolía, pero ¿cómo resistirse en pleno mes de noviembre a la reincidencia? Anoche, reencontrándonos con los argumentos de Screamadelica desde la primera hasta la última nota, al menos un par de pensamientos taladraban las meninges. Uno: aunque entonces no fuéramos muy conscientes, entre aquel disco y Nevermind (Nirvana) nos cambiaron parte del paisaje. Y dos: recordando aquel impacto con tanta viveza, ¿cómo demonios es posible que ya hayan transcurrido dos décadas?
Antes de abordar su trabajo quintaesencial, Gillespie, el guitarrista Andrew Innes y el teclista Martin Duffy ejercieron durante tres cuartos de hora como teloneros de sí mismos. Jailbird habría resultado arrolladora de no ser por ese sonido a disco pirata, cortesía de La Riviera, más obtuso que la propia década de los noventa. A la altura de Swastika eyes, el bajo se había vuelto juguetón y discotequero, el láser se despepitaba y los puños del público dirimían una dura lid con la humareda que emanaba del escenario. El prólogo acabó con Rocks, un tema de vivificante rock áspero que en su día fue vilipendiado por poco moderno. Paparruchas.
Y en esas llegó la obra magna, inexpugnable en su hora larga de propuestas multidireccionales. Porque Movin' on up es un trasunto de aquel Love the one you're with de Stephen Stills, rock sureño en la frontera mágica de los sesenta y los setenta. Pero a la altura del tercer tema (Don't fight it, feel it), el bajo ha adquirido la textura del hormigón armado y el silbidito de los teclados ya no invita a alzar los brazos, sino a descoyuntar la pelvis.
Los Scream pervirtieron el orden original y adelantaron las piezas más lentas, casi vírgenes en escena: un pecado en el caso de Damaged, baladón con falsete y aroma a soul añejo. La descarga final, con Higuer than the sun, Come together y Loaded, bordeó la apoteosis. Reconforta verificar que sí, que alguna cosa sustancial legaron aquellos años noventa.
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