_
_
_
_
SILLÓN DE OREJAS

Batiendo plusmarcas tontas

Manuel Rodríguez Rivero

Espero que en la próxima edición del Guinness World Records salga mi nombre como el del tipo que más tiempo seguido aguantó leyendo el Guinness World Records (Planeta, 24,95 euros). En toda mi vida he visto un libro más idiota y que me enganche más (no excluyo que yo también lo sea un poco). Me pongo a leerlo y no lo suelto. Quizás esa sea una de las razones por las que el propio libro ostente, entre otros récords autorreferenciales, el de ser el más robado en las bibliotecas públicas estadounidenses. Comenzó a publicarse en 1955, convirtiéndose rápidamente en uno de esos chollos por los que venderían su alma al diablo muchos editores doblados de Tío Gilito. Un libro de referencia que, al renovar sus contenidos cada año en torno a un esquema más o menos fijo, nunca pasa de moda: el perfecto long-seller con clientela cautiva de generación en generación y que puede leerse en familia, como antes se hacía con la Biblia, también, por cierto, repleta de récords (quizás por ello la leo a menudo). A lo largo de su historia, el Guinness ha aparecido siempre por estas mismas fechas, asociado a esa orgía de consumo que es (o era: ya veremos) la Navidad, como si fuera un accesorio del mismísimo Santa Claus. Si el cervecero Arthur Guinness (1725-1803) regresara de la tumba (algo que, tal como van las cosas, yo no aconsejaría a nadie) se sentiría orgulloso de saber que su nombre está vinculado a uno de los libros más vendidos del mundo. Empecé a ojearlo ayer por la tarde y apagué la luz a las cinco de la mañana (con los ojos irritados como si me los hubiera frotado con papel de lija y lavado con salfumán), después de enterarme de que la señora Louise Hollis es la persona con las uñas de los pies más largas del mundo (longitud total: 220,98 centímetros); o que Sage Werbock, de profesión herrero, es el hombre que ha conseguido levantar un peso mayor suspendido de sus pezones (31,9 kilos); o que el eructo más sonoro (en la categoría damas) lo emitió la italiana Elisa Cagnoni (107 decibelios); o que, entre los muchos récords que posee Ashrita Furman (uno de los orates que baten una marca al año para poder salir en cada edición), figura el de ser el hombre que corre más rápido mientras sostiene un bate de béisbol en equilibrio en la punta de uno de sus dedos (no sé por qué he asociado repentinamente esa imagen con la del señor Díaz Ferrán). Pero tranquilos: el Guinness también se ocupa de otras marcas más -digamos- intelectuales. En el apartado "Edición" me entero, por ejemplo, de que el libro más prohibido (por cuarto año consecutivo) en EE UU ha sido Tres con Tango, de Peter Parnell y Justin Richardson, publicado en España (2006) por RBA. Si les resumo el argumento entenderán los motivos por los que esta historia infantil ha sido proscrita en multitud de bibliotecas públicas y escolares, merced a los oficios de bibliotecarios y padres noblemente empeñados en preservar a sus comunidades del pecado mientras preparan su próxima reunión de Tea Party. Ahí va: Roy y Silo son dos pingüinos homosexuales que viven y se aman en el Zoo de Nueva York (qué monos). Para celebrar su unión adoptan una piedra y se entretienen empollándola, en plan papi y mami. Conmovidos, sus cuidadores deciden regalarles un huevo de verdad, para que lo incuben con propiedad y fundamento. Del huevo termina saliendo, precisamente, su hijita (la Tango del título). Hasta aquí la historia de pájaros bobos para niños listos. Ahora volvamos a la nuestra, no mucho más adulta. El Guinness World Records debe buena parte de su éxito a que ha sabido adaptarse a los tiempos. Antes era mucho más bestia, pero desde hace años intenta mantenerse en ese mismo espacio políticamente correcto que los partidos centristas, que solían ser los más votados en los países ricos. El temor de sus editores a las demandas judiciales y al boicoteo comercial de las minorías ha propiciado un riguroso libro de estilo y un férreo control sobre la autenticidad de cada récord consignado. Lo único que echo de menos en este libro (que suelo leer en el baño) es una mayor presencia de plusmarquistas españoles. No entiendo, por poner un ejemplo, que se ignoren hazañas como la del actual director general del Libro, que ha conseguido ser ratificado en su puesto por ¡tres ministros de Cultura! (qué tendrá este leonés que a todos cautiva al bies). O la del ya citado señor Díaz Ferrán, que supo mantenerse mucho tiempo a la cabeza del empresariado, a pesar de su prolongada lección magistral acerca de cómo no hay que dirigir una empresa. Además, en general este es un país de récords: de parados, por ejemplo, o de emisoras de radio y de televisión de extrema derecha, o de visitas de Benedicto XVI, o de piratería informática (estoy rodeado de gente que se ha bajado la cuarta temporada de Mad Men mientras yo sigo con "mono", pero honrado). En cuanto al ya citado apartado de "Edición", espero que para el próximo año se tengan en cuenta meritorias plusmarcas referidas a nuestro sector del libro, como el espectacular número de devoluciones de novedades invendidas, la ingente cantidad de "obras maestras" o primeras novelas "imprescindibles" traducidas del inglés, y que el nuestro sea el único país de este bendito planeta con tres estadísticas (muy, pero que muy) diferentes sobre el número de títulos que se publican. Si todo eso no les parece suficiente a los del Guinness, tendremos que boicotear su espesa cerveza stout y pasarnos definitivamente a la lager.

Rusos

Si frecuentan las librerías (un ejercicio saludable) ya se habrán enterado: vienen los rusos. De repente, y siguiendo uno de esos prontos miméticos tan característicos de la edición española, se rescata y se publican montones de autores rusos. Tolstói, del que se acaba de cumplir el centenario de su muerte, y Dostoievski, que experimenta una oportuna resurrección (ya se ha publicado en el Fondo de Cultura el último volumen de la excelente biografía de Joseph Frank) se llevan la palma. El tándem Taller de Mario Muchnik y Aleph Editorial ha presentado una serie de clásicos rusos en la que prometen traducciones directas y fiables, y a la que se incorporan, además de obras de los dos gigantes, otras de Turguénev, Leskov, Herzen y Aksákov. Alba publica los Diarios de Sofía Tolstói. Y Alianza la primera edición completa en bolsillo del Relato de un peregrino, uno de los textos espirituales (anónimo, siglo XIX) que más han influido en los escritores rusos posteriores. Contraseña acaba de publicar La señal y otros relatos, de Vsévolod Garshin, otro influyente (y aquí poco conocido) ucraniano del XIX. Marbot recupera Moscú-Petushki, de Eroféiev, en la estupenda traducción de Helena Kriúkova y Vicente Cazcarra que publicó Alfaguara en 1991. Demipage ha publicado (primorosamente) el Nuevo alfabeto ruso, de la periodista Katia Metelizza. La lista se haría interminable, pero no quiero despedirme sin mencionarles al "ruso" que esta semana repaso en mi sillón de orejas: El doctor Zhivago, de Borís Pasternak, en la traducción de Marta Rebón publicada por Galaxia Gutenberg.

Iustración de Max
Iustración de MaxMax

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_