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Una musa de Berlanga
Columna
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La plaza del incienso

Al arzobispo de Madrid no solo le gusta la calle para manifestaciones reivindicativas en traje ligero y con gorrilla, modelo que al exquisito Ratzinger debe parecerle de poco gusto, sino también para elocuentes homilías revestido de elegante pontifical como la del día de la Virgen de la Almudena. Y no se quejará el arzobispo de este Estado teóricamente aconfesional, porque en la plaza Mayor, con él, tenía a los legítimos representantes del pueblo de Madrid, henchidos de fervor. El alcalde, como hacen en Santiago el Rey y sus representantes, hablaba con la Virgen de la Almudena con toda confianza, no como quien habla con una estatua, sino como si la propia María Santísima lo estuviera escuchando. Pudo haberle pedido que no dejara de contar con él para el año que viene por estas fechas, ya que antes ha de someterse al veredicto de las urnas, pero evitó hacerlo por su convicción de que para eso no va a necesitar milagros. Los milagros va a necesitarlos para que el Ayuntamiento llegue a fin de mes, sin que le baste lo mucho que nos saca por la basura para librarnos de ella, pero no parece que quisiera poner a la Virgen en compromiso. En cambio, le pidió ayuda a la patrona para que la carga de la crisis no caiga sobre los más necesitados de solidaridad, como si el hecho de que caiga sobre los más débiles se debiera a gente de diferente ideología a la suya o que le cae muy distante.

No estaría de más que los pastores se detuvieran un instante a hacer autocrítica de su trabajo

Y el arzobispo, por su parte, ya está enterado de que la crisis ha golpeado dolorosamente a muchos madrileños, lo cual nos tranquiliza, aunque para él no sea asunto de dinero ni culpa de los que le ayudan a financiar la próxima visita del Papa, sino consecuencia de la mala situación moral, espiritual y religiosa. Si la crisis fuera problema de dinero, él evitaría que lo que pueda suponer despilfarro en la visita del Papa a Madrid se produzca. Trataría de paliar el golpe de la crisis en muchos madrileños desesperados con el destino de esos millones a Cáritas y evitaría de paso el riesgo de que cualquier trama corrupta pueda beneficiarse de la visita papal como en Valencia.

Pero el problema es otro: las iglesias no se llenan. Y no se llenan por la temible laicidad y el anticlericalismo reinantes. De eso habló provocativamente el Papa en el aire, camino de España. Y quizá sea ese peligroso laicismo lo que ha motivado que, aunque la patrona de Madrid ya salía en procesión antes de Rouco, el arzobispo haya optado por llevarse el altar de la catedral a la calle con el deseo de dar un testimonio más fehaciente de su fe. Con la gente que había en la plaza Mayor el día de La Almudena se llena la catedral, que es muy amplia, pero se entiende bien que convertir el espacio público en presbiterio no sea únicamente un problema de concurrencia.

La jerarquía católica achaca la ausencia de fieles a la política y a la manada de pecadores que integran una sociedad civil que da la espalda a la Iglesia o la persigue. Y líbrenos Dios de aconsejar a los obispos españoles lo que tienen que hacer, por más que el Papa en Barcelona y Rouco en Madrid dieran consejos a nuestros gobernantes, pero no estaría de más que esos pastores se detuvieran un instante a hacer autocrítica de su trabajo por si de sus errores actuales se desprendiera buena parte de la nueva desafección que la Iglesia está logrando. No hacer repaso a su mala gestión, a su incompetencia profesional, a su incapacidad de sintonía con la evolución de la historia, su escasa contribución a la convivencia, conocida la capacidad de negociación que tienen, sin embargo, para sus propios asuntos financieros y tributarios a costa de nuestros impuestos, no facilita precisamente la nueva evangelización, o lo que ellos llaman así, de otras ovejas que no sean las muy fieles a sus rebaños.

Pero el Papa y Rouco ya tienen convencido a Zapatero: el presidente ha dejado de pensar en veleidades que puedan incrementar la crisis como la Ley de Libertad Religiosa. No le urge, le deben sobrar los votos de los que piensan lo contrario. Así que no hay crisis que por bien no venga para Rouco. Y además Rouco sabe cómo se arregla una crisis, o así lo dijo en la plaza Mayor: "Con los ojos de la fe y con el alma abierta a la esperanza cristiana". De modo que quien crea que el Partido Popular aumentará las pensiones tan pronto llegue al poder, según anuncia, ha de descartar que vaya a sacar el dinero de lo mucho que gasta el Estado en la Iglesia. La solución radica tal vez en nombrar ministro de Hacienda del Gobierno de Rajoy a un Marcinkus, es decir, a Rouco.

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