Música de la obsesión
Le preguntaron al poeta Gabriel Ferrater si no le parecía terrible la realidad, y Ferrater, que sabía del asunto, respondió inmediatamente: "Y la irrealidad, ¿qué?". António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) ha escrito El archipiélago del insomnio para vérselas con la irrealidad, ese asunto terrible, tan solidario con el insomnio, con la vigilia y sus ensoñaciones. Ha inventado un narrador que, insignificante, levanta un mundo, una hacienda, una casa, habitaciones, muebles. De fotos antiguas saca una madre, un padre, los padres de los padres, un hermano, las criadas, los administradores de la finca, y las figuras dentro de los marcos empiezan a hablar y moverse, nerviosos espíritus de carne.
El archipiélago del insomnio
António Lobo Antunes
Traducción de Mario Merlino
Mondadori. Barcelona, 2010
264 páginas. 23,90 euros
Alguien cuenta una historia, y avisa de que sólo es un cuento, ni siquiera suyo, y luego sabemos que otra mano lo está escribiendo. Lobo Antunes cuenta la historia de una casa y una familia, promiscua, casi incestuosa, patriarcal, de amos y sirvientas, una casa donde nadie mira a nadie. Quien se acerca a otro lo hace por miedo. En esta casa de la desolación la muerte entra y sale como un pariente más, casi con buen humor. Ha ido Lobo Antunes al centro de casi todas las novelas: la familia, una casa, la tierra, algo que disputarse unos a otros en un espacio cerrado, aunque sólo sea el afecto, el favor sexual. Hay dos hijos, uno querido y otro no, uno aceptado y otro idiota. El abuelo, el patriarca, es puro poder, y comparte la mujer de su unigénito. Viene de una historia que parece imaginada por Faulkner: ha llegado al pueblo un hombre con su ayudante y "una mujer de la que se servían los dos". Malviven en una cabaña y la convierten en hacienda riquísima.
Las mujeres se matan con veneno. Los hombres asesinan con escopeta, aguja de punto, escarda, navaja. Arden graneros mientras los campesinos en revuelta degüellan animales y vuelcan depósitos de agua y máquinas segadoras. Pero todo parece una visión, imagen interior, película de palabras febriles. Podríamos estar en los años veinte del siglo pasado, en Portugal, si no fuera por algún anacronismo que potencia la sensación de ilusión, de inseguridad casi física. Los tucanes cruzan el cielo, imposibles, como si la hacienda fantástica estuviera en Brasil, por ejemplo, en otro mundo. Aquí no hay tucanes, le dice al narrador una voz sensata. "No existimos, lo que digo no ha existido", aclara el narrador. Lo imaginario es más grande que lo real, porque en lo imaginario cabe lo real.
Y entonces Lobo Antunes abre un segundo plano: ahora estamos en la realidad del narrador, en un hospital, muros, cerrojos, inyecciones, visitas de la familia. Le llaman autista los enfermeros al narrador, aunque otros podrían considerarlo un esquizofrénico, por su memoria fabulosa o falsa. "Qué disparate, tucanes", dice la madre real. ¿De qué hacienda nos habla? La única hacienda es la conciencia petrificada del supuesto narrador, grande y ramificada como una casa. Éste es el árbol de palabras que cultiva António Lobo Antunes, esta angustia de frases armónicas, fluidas, más soliloquio que conversación: "Les prohíbo que me quiten lo que me pertenece, lo que fabriqué para defenderme de ustedes", la hacienda, dice el narrador, entre sus sembrados sangrientos.
¿Qué hacienda?, pregunta la madre, y el narrador se siente usurpado: construyó la casa a escondidas, un origen mítico (como una patria) contra la cochambre presente, para no ser, como todos los suyos, un desposeído en un humilde piso de Lisboa, con el abuelo jubilado, el pobre padre hepático, la madre triste. La introversión extrema es una forma de extroversión, una vía de fuga, pero no le basta esa salida al novelista. Nos asoma a un tercer plano, más hondo, y de la épica miserable de Faulkner pasamos a la miseria épica de Beckett. Aquí están los dos hermanos de la primera parte. El escenario es Lisboa: alguien que escribe historias acoge en su casa a su hermano, y empieza a escribir lo que debe de existir en la cabeza del hermano autista, hermético, único habitante de su estado mental. Es como si quisiera darle compañía, una familia de criaturas interiores. Realidad e irrealidad son vasos comunicantes, y hay piezas que sobreviven en los dos planos, prueba de que la imaginación también es real: el mismo pendiente que, en la hacienda fantástica, perdió la madre en una cita adúltera, ahora lo roban del piso siniestro, para empeñarlo; y la niña muerta a la que cortaron las trenzas, Maria Adelaide, ahora es la mujer del hermano sano; y los hermanos siguen acechándose, como en un espejo. Las obsesiones tienen su lógica y su música: repeticiones, multiplicación de voces, ecos, palabras insistentes como fantasmas o remordimientos. Lobo Antunes, que también es psiquiatra, ha descubierto en la alucinación una manera piadosa, casi afable, de adherirse a la realidad y narrar lo imposible.
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