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Columna
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La cruzada de Ratzinger

Como viaje relámpago había sido calificada la visita del Papa a Santiago y Barcelona el pasado fin de semana. Lo cierto es que fue aún más corto de lo que estaba previsto. De hecho, la visita terminó antes de empezar, cuando el Pontífice en rueda de prensa celebrada en el avión que lo trasladaba a Santiago, y respondiendo a preguntas previamente seleccionadas por su gabinete de prensa, afirmó que "en España se desarrolla un laicismo, anticlericalismo y secularismo fuerte y agresivo, similar al de los años treinta". Dicho esto, todo los demás actos protagonizados por Ratzinger fueron protocolarios o rituales, destinados a garantizar que la Iglesia pudiera ocupar, en régimen de monopolio, el espacio público.

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El pluralismo político e ideológico de los católicos es un elemento muy relevante para nuestra convivencia y un signo de modernidad del país. La inmensa mayoría de los ciudadanos que profesan creencias religiosas han asumido sin reserva que la característica fundamental de nuestra sociedad radica en el carácter laico del poder, en la obligada disociación entre creencia y pensamiento racional, entre fe y saber científico. Sin embargo, esta realidad no parece agradar a la jerarquía católica y por esa razón el Papa ha venido a Santiago con un mensaje de confrontación y cruzada -la referencia a los años treinta en los que se acuñó esta expresión es de Ratzinger y no mía-, como parte de una estrategia, destinada a resucitar el nacional-catolicismo, de infausto recuerdo, propio de otros y desdichados tiempos. De ahí que asistamos a un espectáculo esperpéntico, insólito en una democracia, en el que el jefe de la Iglesia Católica y la Conferencia Episcopal pretenden poner límite a los legisladores en el ejercicio de su función y declaran sin reparos que no se puede gobernar y legislar de espaldas a la fe.

Por fortuna, pese a los denodados esfuerzos del Papa y de los prelados españoles, la tolerancia y el pluralismo se han impuesto a la intransigencia y a las concepciones monolíticas. Son numerosos los grupos de teólogos, movimientos de base y colectivos cristianos que disienten abiertamente de la jerarquía, se rebelan contra la marginación de la mujer, bien patente en la visita del Papa, defienden la homosexualidad como una opción legítima y reclaman el derecho de las parejas del mismo sexo a contraer matrimonio y a la adopción. La mayoría de los católicos no consideran ley natural o divina lo que son simplemente normas eclesiásticas y, por tanto, no comparten la posición de los obispos y su pretensión de imponer a los ciudadanos concepciones que pertenecen a la doctrina de la Iglesia de una determinada época histórica hoy superada y en revisión. Por eso la visita del Papa ha sido un rotundo fracaso; por eso la presencia de público en Santiago fue ostensiblemente menor que la de las últimas convocatorias de carácter sociopolítico celebradas en la ciudad; por eso los ciudadanos, y entre ellos la mayoría de los católicos, le han dado la espalda al viaje del Papa y a sus inasumibles mensajes de confrontación.

Desconcertado por el fiasco, Núñez Feijóo afirma ahora que no hay que valorar el resultado de la visita del Papa ni por el número de asistentes ni por la rentabilidad económica. Pero fue el propio presidente de la Xunta, su inefable conselleiro de Presidencia y el secretario de la Conferencia Episcopal, Juan Antonio Martínez Camino, quienes proclamaron a los cuatro vientos que el viaje sería un gran negocio económico. Claro que no hay que extrañarse, porque el señor Feijóo nos tiene ya acostumbrados a mudar sus opiniones con la misma facilidad y descaro con la que cambia las corbatas.

También los poderes públicos deberían sacar conclusiones adecuadas de lo sucedido el fin de semana. Porque por encima de las inaceptables presiones de la Iglesia, el Gobierno tiene la indelegable obligación de hacer efectivo -cosa que no hace- el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado, y de legislar, también en las materias que tanto parecen preocupar al Sumo Pontífice, basándose exclusivamente en la ética democrática y sin más límite que el que afecta a cualquier otra norma: la Constitución española. Por eso resulta inaudito que el Gobierno haya retirado de su agenda política un día antes de la llegada del Papa, en un acto de sumisión inaceptable, la ley de libertad religiosa, pieza clave para regular la relación entre Iglesia y Estado.

Sería muy deseable que el proceso modernizador de nuestro país no tenga que lamentar haberse topado, una vez más, con la Iglesia Católica. Amén.

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