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Tribuna:MI CORAZÓN DELATOR
Tribuna
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Rostros

Barcelona, piso franco del anarquismo, acabó poniéndole piso a Franco y ahora se lo pone a los especuladores. No hubo movida en Barcelona porque aquí el que se mueve no sale en la foto, y si pueden le descalabran. Pero sí que hay movimiento, mucho. Lo dijeron los griegos, enganchados al caballo de Troya: el movimiento se demuestra tocando las palmas. La Barcelona semoviente, la Barcelona que se mueve por sí misma como un Scalextric loco, se ha reconcentrado ahora en el tipo más calmoso de estas calles, en el cantaor Salaíto. Un chaval de L'Hospitalet, hijo de emigrantes que volvieron de Alemania igual que se vuelven las veletas con el viento, y que el otro día cantó en el JazzSí de una manera tan grande, tan flamenca, tan trascendental, que todo el cante hecho hasta ahora se ha quedado antiguo.

El mejor flamenco, dale que toma que toma ta, tiene hoy su cuna en Barcelona
Por la garganta de Salaíto se despeña el Camarón hecho un gitanillo rubio

Todo el cante es ya cante viejo. Por la garganta de Salaíto se despeñaba la otra noche el Camarón hecho un gitanillo rubio y tirando de la recua de los siglos. (Ah, a Camarón le ha escrito una novela moderna Montero Glez, Pistola y cuchillo, y le ha salido un ensayo barroco sobre la muerte. El Camarón doliente está en esas páginas como un punctum dolens, como un lugar peligroso del que ya no se sale).

Salaíto abre la boca y se hace un silencio de plomo en la sala. Hasta el más golfo se vuelve respetuoso y no se atreve a decir este ole es mío. Pero el silencio no lo pone del todo el personal, lo ha traído el cantaor sobre sus hombros de gigante taciturno. Salaíto nunca habla. Ni cuando está en las tablas, ni con los pies en la tierra. Solo da la mano y sonríe. Y mira todo el rato para defenderse con los rayos gamma de su mirada asustada. Cada vez que ha ido una gran estrella a escuchar a Salaíto ha salido muda de miedo. Y cuando el cantaor ha actuado en Madrid, el garito se ha llenado de profesionales que sacaban el teléfono para grabarle.

Aquí, la otra noche Salaíto tenía a los asistentes rebulléndose en las sillas porque había corrido la voz de que ya no venía. La gente sabe que Salaíto no es un hombre que vaya solo a los sitios. A Salaíto hay que llevarlo y traerlo. Tiene que acompañarle algún familiar, algún amigo. Si no es así, no sale de su casa. No abre la puerta de su habitación. ¿Qué hará allí encerrado Salaíto? Acumular el dolor del flamenco como una central nuclear del cante. Lo metaboliza y lo convierte en la modulación más honda, más fina y más limpia que se ha oído en el siglo XXI, época tan extraña que ni Julio Verne se atrevió a soñarla. Salaíto es una estatua pelirroja, o más bien es un hombre preso dentro de una estatua como en aquella película beatnik de Corman, Un cubo de sangre. O como esa estatua de la canción, que persigue un enigma al compás de las olas. La organización está contenta porque Salaíto ha dicho que por una vez vendrá sin nadie, por su propio pie. ¿Se atreverá Salaíto a hacer por sí mismo el camino? Pasa la hora de empezar y parece que no, pero al final es que sí. Todo es verdadero en el cantaor, su timidez de persona bien educada, su fragilidad de noche de cristales rotos, el misterio no del que tiene un secreto sino del que lo busca. Todo es cierto en él y nada es mentira.

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Puchero, el guitarrista que le acompaña, ata la cejilla en el cinco, y Salaíto sigue cantando natural sin necesidad de gritar. Salaíto es la piedra negra que adoran los fieles místicos del flamenco, y Puchero es la piedra blanca con que se aplauden los días felices. Porque en Puchero el flamenco también está mutando. Con él la guitarra flamenca también está cambiando igual que cambiaron los tiempos con Dylan. Puchero, otro chaval de L'Hospitalet, es el pícaro atado a la vida con las cuerdas de una guitarra. Ha llegado al genio flamenco en dirección contraria al cantaor. Cuando terminan la actuación, Salaíto es el que se esconde de la gente, y Puchero el que asoma por detrás de la barra, a vender compactos a cinco euros, y entonces parece un padrino repartiendo peladillas en un bautizo.

Sobre el escenario, Puchero escucha a Salaíto con la sonrisa socarrona de quien ya sabe lo que va a pasar. Atiende tanto Puchero el cante de Salaíto que, a ratos, hasta deja de acompañarle, aparta las manos de la guitarra y le mira alucinado igual que le miramos todos los que estamos allí. Pero cuando de nuevo toca Puchero, ¡qué magia, qué conjuro y qué conjura de lo flamenco contra el mundo! Quevedo dijo que la inspiración es un remordimiento interno, y esto cuando más se comprende es viendo tocar a Puchero. Es feo decir de alguien que es el mejor del mundo, porque esa categoría rebaja al artista a un acontecimiento de libro Guiness. Pero sí hay que decir que hoy el mejor flamenco, dale que toma que toma ta, tiene su cuna en Barcelona.

En la guitarra de Puchero se oyó el otro día una manera de tocar nueva y natural (iba a poner sobrenatural). Puchero, que es zurdo y toca apuntando al cantaor con la guitarra, ha aprendido en la escuela de la Casa de Huelva, y con los grandes maestros guitarristas, y también en la calle, y en los discos, y en el ruido de los trenes y de las ambulancias. En sus dedos están dibujados los mismos cromatismos rotos que dibujaba Debussy en sus composiciones, porque Debussy ya está en él como un pájaro en el hilo eléctrico. También está en Puchero una rabia flamenca que sólo tiene parangón con la rabia y con el gesto mestizo de Hendrix. Ver a Salaíto y a Puchero juntos es asistir a la fundación de una nueva era. Alguien que firma como Vacamulticolor (quien esté libre de Nietzsche que se fume la primera piedra), ha colgado en Vimeo parte de aquella actuación. Así nacen siempre los tiempos, con dos compadres mirándose y riéndose del mundo.

Y en esa misma noche de octubre en lo alto de Nou Barris, también estuvo cantando el Zambullo, en el Ateneo Popular, que se levanta sobre la cementera que 26 ácratas (hoy dice la crónica que fueron cientos de vecinos) derribaron a golpe de pico. El Zambullo, obeso, vestido de blanco, es un qawwal gitano, un sufí de los bloques de Barcelona. El flamenco del Zambullo es grande y ortodoxo. Y por eso se despidió como Dios manda, poniendo a los suyos a bailar por bulerías, y así bailó hasta la madre del guitarrista, la Tani, que tiene una academia muy importante. Afuera hay un mural con un rostro gigante de Camarón, y esa también es la cara de Barcelona.

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