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Columna
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Temeridad política

La repulsión que provocan las palabras con las que el alcalde de Valladolid se ha referido a la actual ministra de Sanidad deriva, en primer lugar, del machismo que denotan y que es de tal calibre que merecería, a mi juicio, ser considerado dentro de la categoría del maltrato de género. Esas palabras repugnan por su radical sexismo, desde luego; pero también por algo más. Porque son una ilustración -no por gruesa o radical menos significativa- del decrépito nivel que están alcanzando, en nuestro país, el debate público y el intercambio político. Entiendo que no es una exigencia ciudadana disparatada sino una expectativa básica el demandar del gobierno, sea cual sea, argumentos sólidos y acciones consecuentes; y de la oposición, sea cual sea, argumentos sólidos y contrapropuestas consecuentes. Gobiernos tenemos aquí en cantidad y otras tantas oposiciones, lo que debería augurar un debate político rico e intenso, donde los proyectos e "ideas" de gestión abundaran y fueran sometidos enseguida a un fértil análisis comparativo y crítico. Pero la realidad es muy otra; a pesar de esa abundancia, el debate público se reduce mayormente a un vaivén de descalificaciones, despropósitos, facilismos verbales y argumentaciones de tan poco calado que incluso da reparo atribuirles la condición de lugares/respuestas comunes. El conjunto produce la impresión de una cacofonía no sólo vacua y vana sino además endogámica; en cualquier caso, indigna, a mi juicio, de ser (re)presentada ante la opinión pública.

Uno detrás de otro los sondeos muestran las dificultades que tienen los políticos para llegar al aprobado ciudadano (la gran mayoría suspende); una detrás de otra las encuestas señalan que los ciudadanos españoles ven en la clase política un problema en sí mismo. La última del CIS lo colocaba en tercer lugar, después del paro y la situación económica. Y si lo habitual es que cualquier comentario, por nimio que sea, que sale de la boca de un político provoque enseguida un alud de reacciones o contra comentarios de los demás, en este caso (y en otros anteriores porque el dato no es nuevo), esa rotundidad en el enunciado de la sociedad, esa estruendosa voz de la ciudadanía no ha provocado reacción alguna, sólo silencio. Como si no pasara nada, como si ese desagüe de la credibilidad y la confianza que inspiran los dirigentes políticos fuera perfectamente asumible, o absolutamente compatible con el discurrir normal de la vida democrática. O si se prefiere como si esa reprobación ciudadana no fuera la peor noticia que pudiera afectar a la democracia representativa.

Yo considero que lo es. Porque desconfiar de la clase política, verla como un problema en sí, equivale a interrogar dramáticamente su condición de representantes, la nuestra de representados. Creo que no atender, con absoluta prioridad, ese descontento social constituye una temeridad política descomunal; como la antesala de un suicidio de lo democrático.

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