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Abucheos, indignidad y profanación

Transcurridas ya más de dos semanas y enfriados los acaloramientos derivados de lo ocurrido en la celebración de la Fiesta Nacional del 12 de octubre, procede una valoración de aquellos hechos desde el apartidismo y la serenidad.

Era el momento del homenaje a la bandera, a nuestros ejércitos, y a nuestros muertos, caídos en las distintas misiones internacionales. La misma sociedad que les envió a difíciles lugares del mundo a cumplir unas misiones arriesgadas -tan arriesgadas que les condujeron a la muerte-, la misma sociedad que les confió y les exigió ese duro servicio, les rendía el homenaje merecido y obligado. Homenaje encabezado por el jefe del Estado, en calidad de tal y como jefe supremo constitucional de las Fuerzas Armadas. Allí estaban las más altas autoridades de la nación, el Gobierno en pleno, la cúpula militar encabezada por el JEMAD, con los jefes de los tres ejércitos. Y allí estaban en posición prominente -como no podía ser de otra forma- los familiares de los muertos, igualmente homenajeados con pleno derecho y justificación.

Resulta penoso que personajes de la oposición amparen y apoyen el ultraje del 12 de octubre

Llegó el momento culminante: la ofrenda simbólica de la corona que honra a los caídos. Aquel momento en el que debe prevalecer un silencio sepulcral, solo cortado por el sonido de la corneta y de la música ritual. Pues bien; en aquel momento, todo el respeto, todo el silencio, todo el recogimiento, toda la solemnidad en definitiva, quedó gravemente menoscabada por los gritos y silbidos proferidos por los energúmenos de la ultraderecha radical.

Convencidos ancestralmente de que ese tipo de acto solo puede ser suyo -la patria para los "patriotas"-, de que la bandera es suya y no nuestra, de que los ejércitos son suyos y de nadie más, nos privaron a todos de ese necesario silencio, de esa concentración, de ese profundo respeto, de ese conjunto de elementos formales que, pese a su carácter simbólico, encierran y representan una serie de valores en los que creemos, y que sentimos como muy propios. Nos privaron de lo que era nuestro, de lo que era de todos.

En aquel preciso instante, las altas autoridades civiles y militares, así como los jefes de las unidades que desfilaron, y en primerísimo plano los familiares de los caídos, todos ellos se vieron groseramente desairados por la cuadrilla de vociferantes ultras que, con sus gritos y pitidos, quebrantaron la seriedad y la dignidad de la celebración. Tuvieron la evidencia de una realidad lamentable: que el homenaje a sus muertos -a nuestros muertos- no era en absoluto el propósito que animaba a aquellos que gritaban y pitaban, desbaratando toda posible solemnidad. Que aquellos sujetos no estaban allí para honrar a aquellos caídos, cuyo homenaje les importaba un rábano. Estaban allí para otra cosa: atacar al Gobierno utilizando para ello, muy especialmente, ese momento en que tal ataque conseguiría el máximo impacto mediático.

Incluso desde la derecha se han oído voces -aunque pocas por desgracia- señalando lo intolerable de estas prácticas. He aquí el honesto pronunciamiento de un importante dirigente de la derecha, el presidente autonómico de Galicia: "Sea quien sea el presidente del Gobierno, y con independencia de que lo esté haciendo bien o mal, esos abucheos son inadmisibles, puesto que redundan en un peligroso deterioro institucional". Verbum Dei. Palabra sabia, exacta, objetiva, propia de una derecha civilizada y democrática. Pero no ha sido esa la tónica general de la oposición y sus comentaristas mediáticos afines. Su cínica invocación a la "libertad de expresión" para justificar a los autores de aquellos gritos y pitidos, que profanaron el momento más sagrado y entrañable de la ceremonia, resulta una pretensión tan grotesca e indecorosa como insultante para la inteligencia y la dignidad de los protagonistas y de los destinatarios del acto.

Resulta penoso que importantes personajes de la oposición amparen, justifiquen e incluso apoyen explícitamente a aquellos que ultrajaron a la dignidad del acto, justificándolos por un motivo muy concreto: porque consideran que esa actuación agresiva, con su carga peyorativa contra el Gobierno, aumentará su desgaste electoral. Con ello demuestran que ese logro, ese desgaste tan ansiosamente buscado les importa más que cualquier homenaje a cualquier muerto, a cualquier ejército, incluido el nuestro; a cualquier bandera, incluida la nuestra.

Que abucheen cuándo y dónde quieran. En actos públicos y privados, en asambleas y congresos, en reuniones de partido, en el ámbito sindical, en la Universidad, en el propio Parlamento. Pero que, en actos como este, guarden ese obligado, imprescindible y digno silencio exigido por el homenaje a aquellos muertos, absolutamente nuestros, que entregaron su vida por defender la paz y la seguridad internacional.

Rechazamos ese estrepitoso gamberrismo, ofensivo para los muertos homenajeados, para sus seres queridos, para las instituciones armadas a las que pertenecieron, y también para tantos ciudadanos, civiles y militares, que, por participar de ese respeto y ese homenaje, nos sentimos, de alguna manera, heridos por esa obscena incivilidad. Por esa burda profanación que ofende a nuestros sentimientos y quebranta, por tantos conceptos, el obligado decoro institucional.

Prudencio García es profesor del Instituto Gutiérrez Mellado de la UNED, coronel retirado e investigador de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos.

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