Holgazanes
Nuestros padres nos llamaban holgazanes. Nos acusaban de levantarnos tarde si habíamos elegido el turno vespertino para ir a la universidad o de llegar a casa para comer y luego echarnos la siesta si estábamos apuntados al de mañana. A no ser que hubiésemos escogido una carrera de mucha graduación como Teleco, Aeronáutica o alguna otra ingeniería, nuestra rutina de estudiante universitario era relajada, conformada por pellas en la cafetería, en el césped que circundaba la facultad, bebiendo sangría por el campus, manifestándonos a favor (¿o era en contra?) de la Tercera Vía y emborrachándonos a mediodía en los garitos de Húmera.
Pero entonces nuestros padres, a la vez que nos recriminaban nuestra indolencia, nos recordaban que los tiempos de estudiante eran los mejores, que luego llegaría la cotidianidad verdadera: el trabajo, el matrimonio, los hijos, las hipotecas... Sin embargo se prolongó tanto nuestro periodo de estudios que cuando logramos conseguir un sueldo fijo en un empleo más o menos estable e independizarnos, nos pareció que, por fin, estábamos estrenando la buena vida.
Muchos madrileños cerca de los 40 años están matriculándose de nuevo en carreras universitarias
Hoy, sin embargo, tras 10 años de profesión, estamos volviendo a estudiar. Muchos madrileños cerca de los 40 años están matriculándose de nuevo en carreras universitarias. ¿Por qué querrían enfrentarse otra vez al martirio de los libros de texto, los parciales, los exámenes, los profesores con bigote? Muchos chicos y chicas que comenzamos la universidad a principios de los noventa lo hicimos atendiendo más a las presuntas salidas profesionales de las carreras que a nuestra auténtica vocación. Ya entonces el alarmante excedente de universitarios vaticinaba una dura competencia laboral. Pero ahora, tras una década en un trabajo donde el ascenso está prácticamente descartado, comprendemos que no merece la pena seguir añadiendo tiempo, esfuerzo y formación a nuestra profesión. Muy posiblemente nos sintamos frustrados, infravalorados en nuestro empleo, algo resentidos contra la empresa y con la intención de invertir exclusivamente en nosotros mismos, en nuestras sinceras aspiraciones, en aquella pasión que desoímos a los 18 años, cuando no teníamos muy claro qué queríamos ser de mayor y cuando escuchamos más al mercado laboral que a nuestro corazón y a nuestras dotes.
Periodistas en ejercicio desde hace lustros han decido sacarse el título, economistas que se matriculan en Filosofía, abogados que quieren aprender Historia del Arte o físicos decididos a saber de publicidad. A los 35, la vida profesional e incluso sentimental muchas veces se estanca y necesitamos nuevos retos. Estímulos cada vez más propios, más personales tras años de sacrificios por (o junto a) la empresa, la pareja o los hijos. Muchos madrileños aprovechan la proliferación de universidades y flamantes carreras, así como la compresión en menos años de las licenciaturas, para volver a reconocerse jóvenes y activos; para creer, como nuestros padres, que el tiempo de estudio es el mejor de la vida.
Buscamos el placer de sentirnos todavía ágiles para reinventarnos, para inaugurar desafíos y etapas. Nuestra existencia se tonifica ante la prueba del estudio, sintiendo otra vez el calor del taco de apuntes recién fotocopiado, el eco de las aulas, la flecha en el calendario bajo la palabra "examen". Que esos nuevos conocimientos no tengan una aplicación práctica es lo que realmente les da sentido. Aprender por aprender, por apetencia e interés personal. Existe un arrebato de optimismo egoísta cerca de los 40 años, cuando necesitamos desconectar el piloto automático de nuestra rutina y poner rumbo manual a nuestras pasiones.
La epidemia de paro que asuela Madrid (como al resto del planeta) también ha propiciado que muchos hombres y mujeres regresen a las clases o estudien a distancia una carrera. Podrían aprovechar ese tiempo libre para ampliar conocimientos relativos a su profesión perdida o para labrarse otro camino profesional, pero lo llamativo es que gran parte de esos desempleados ha decidido atender a sus íntimas inquietudes y no a su currículo público. Es ahora o nunca. Es el momento de transmutarse, de saldar las cuentas pendientes con el espejo. Todavía estamos a tiempo de pensar caprichosamente en nosotros, de mandar por última vez a la mierda al sentido común.
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