Viejas añadas para una vieja política
Mejor, para los tiempos que se avecinan, estar en manos de gente mayor que rodeados de aprendices: ya no se va al gobierno a aprender a ser ministros o, con más frecuencia en los últimos años, ministras. Al gobierno del Estado es mejor llegar cargados de experiencias en otros niveles de la Administración y de instituciones públicas. Lo contrario, llamar a personas de limitada o nula práctica en el ejercicio del poder quedaba muy bien en la foto pero acababa por extender una imagen tan irrelevante que la renuncia a insistir en ese error tiene que ser bienvenida, como lo es también que el secretario de organización del partido llegue con algo más de bagaje que la mecánica costumbre de hilvanar tres frases seguidas sobre lo malvada que es en este país la oposición.
Aparte de una rectificación, esta llamada in extremis a gentes nacidas en los años 50 del siglo pasado podría verse, además, en el marco del giro político diseñado desde la Moncloa, uno de cuyos elementos fundamentales es el retorno a la alianza con los nacionalismos de toda la vida, en Euskadi ahora, y pronto en Cataluña. En el primer caso, ya se ha visto: la escenificación del acuerdo entre el Gobierno y el PNV ha transmitido a los socialistas vascos el mensaje que sin duda pretendía el presidente: que su pacto con los populares tiene los días contados. Y en Cataluña, es evidente que la coalición del PSC con los nacionalistas de izquierda no los tiene menos. En Moncloa habían sentado mal las dos alianzas, la del PSE por su derecha y la del PSC por su izquierda, por la simple razón de que esos acuerdos encarecen, cuando no imposibilitan, los acuerdos que el PSOE necesita para mantenerse en el gobierno.
De manera que por ese lado las cosas han vuelto también, como en el de la foto, a su antiguo orden: el recurso a las viejas añadas de la década de 1950 no es más que un adelanto del retorno a la vieja política que desde el primer día caracterizó a los gobiernos de Felipe González y que es ahora, como lo fue entonces, resultado de una simple operación aritmética: cuando el PSOE no dispone de mayoría absoluta en el Parlamento español, no pacta por su izquierda sino por su derecha, con los nacionalistas serios, a los que se reconoce, por la manera de tratarlos, una especie de derecho natural a formar gobiernos en sus respectivos territorios porque disponen de un número de escaños en el Congreso -exactamente igual por lo demás al porcentaje de sus votos- necesarios para asegurar la vida a los gobiernos del Estado. Es tan simple como eso.
La operación era tanto más urgente cuanto que todo se mueve en Euskadi y se precipita en Cataluña. Entre vascos, lo que comienza a sonar -ahora sí- como primeros compases de la obertura de la gran sinfonía del fin de ETA aconsejaba que el ministro que sacó del pantano el naufragio del mal llamado proceso de paz se situara al frente de la orquesta en la que algún papel habrán de desempeñar todos los instrumentistas: no era de recibo que siguiera negociando sólo como ministro del Interior. Y con los nacionalistas catalanes, tampoco vendrá mal la contrastada experiencia negociadora del núcleo duro de este nuevo/viejo gobierno para engrasar lo que parece inevitable reencuentro con los dirigentes de CiU, escaldados tras el engaño de que fueron objeto, pero seguramente dispuestos a reforzar la famosa gobernabilidad a un precio igual al pagado a los vascos. Así es, para bien y para mal, la política de altura en nuestro Estado compuesto.
Y mientras el gobierno se mueve y recupera la iniciativa, la oposición persiste en la más absoluta galbana. Nunca se ha visto cosa igual: a medida que se aproxima el final de la legislatura -que ahora parece lejana-, más abandonada al dolce far niente sestea la oposición. Vacua retórica, muy aplaudida sin embargo en las propias bancadas, derrochó su líder al enfrentarse a las cifras del presupuesto: una ocasión perdida para, después de la crítica y del uno, dos, tres, cuatro, comenzar los trabajos de edificación, presentar algo, lo que fuera. Pero Rajoy es definitivamente un político perezoso, un valor durmiente. Si no despabila, toma las riendas y elabora eso que está de moda llamar un relato, es muy probable que, a poco que las cosas no vayan a peor, la ventaja conseguida durante los últimos meses se disuelva en el aire y, con ella, se esfumen por tercera vez sus sueños de despertar algún día investido de presidente por la diosa fortuna.
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