Revelaciones azules
En 1947, después de la muerte de su esposa, Jorge Guillén pasó varios días encerrado en un cuarto, leyendo una por una todas las cartas que él le había escrito a lo largo de dieciséis años, en un pasado que se le volvería aún más remoto ahora que ella estaba muerta y que el mundo al que los dos pertenecían había sido arruinado por dos guerras sucesivas y un exilio que tal vez no iba a tener regreso. La primera carta estaba fechada en París, en 1919. La última en Sevilla, en diciembre de 1935. El hombre que volvía a leerlas era un profesor de 54 años, que llevaba ya casi diez fuera de España, aceptablemente acomodado a la rutina académica americana, al ambiente entre tedioso y pastoral de esas universidades de Nueva Inglaterra en las que el sosiego y el poderío de la naturaleza facilitan una sensación de lejanía hacia el mundo exterior.
Guillén es un poeta tardío. Pero mucho antes de verse a sí mismo como escritor ya lo estaba siendo en las cartas a Germaine
En todas partes Guillén escribe cartas y postales y espera con ansiedad los sobres azules del correo francés que le envía Germaine
Leer aquellas cartas de amor escritas por él mismo hacía un cuarto de siglo debió de ser como asomarse a la intimidad de un desconocido. Pero también sería -en la soledad de esa habitación, en la casa que la muerte había dejado agrandada y en silencio, extraña en su apariencia de cotidianidad- una inmersión en otro tiempo perdido: la época de la juventud de Jorge Guillén, que es lector de español en la Sorbona y escribe cartas muy formales en un francés impecable a la señorita de la que se ha enamorado y le envía postales y programas de conciertos de música española; que va tomando confianza tan lentamente, con tanta cautela de hombre bien educado, que tarda años en atreverse a abandonar la formalidad del usted; que comparte con su amada la admiración por Proust, por Valéry, por Debussy, por Baudelaire; que a final de curso regresa a España en una sucesión de trenes interminables y gradualmente más sucios y más impuntuales y llega a Valladolid para explicar a su familia, a sus padres burgueses y católicos, que se ha comprometido con una señorita francesa que además es judía.
En 1947, recién muerta Germaine, el recuerdo de los prejuicios de una familia de provincia española tendría algo de banal en comparación con la escala del genocidio que acababa de consumarse en Europa. Leyendo sus propias cartas, aclimatado a la novedad de la vida americana, Jorge Guillén descubriría con asombro cuántas cosas había olvidado de aquellos años, qué débil y errática es la memoria. Se vería volviendo a Valladolid, mirando la casa familiar y la ciudad con los ojos del que ha vivido en París y lo ve todo empequeñecido, más pobre, con una rusticidad española que él antes no advertía. Qué lejos todo, qué antiguo de pronto: "Oigo a mi madre rezando el rosario con los criados: España".
Guillén es un poeta tardío, que sólo empezó a encontrar su voz a los treinta y tantos años. Pero mucho antes de verse a sí mismo como escritor ya lo estaba siendo en las cartas a Germaine, en las que se revela una capacidad de observación más aguda todavía porque no es premeditada. En 1919 descubre con entusiasmo A la sombra de las muchachas en flor y prefiere escuchar a Debussy antes que a Wagner. En una carta de amor se desvía para hablar de Velázquez y la inteligencia y la exactitud de la prosa recuerdan los poemas que aún tardará años en escribir: "Los dedos afilados sólo aprietan el aire; esa nada que llena como un mar los cuadros de Velázquez. El aire es el gran protagonista: un aire transparente y sutil que matiza una gama de cenizas; blancos, nacarados, grises. Mar de cenizas en el que se aniquilará la decadencia de los que permanecen siempre grandes".
La carta, como muchas más en el libro, está escrita en francés. La traducción es de la editora, Margarita Ramírez, que ha llevado a cabo un trabajo formidable que es a la vez de amor y de filología, porque ella fue la esposa de Claudio Guillén, el niño Claudie que empieza a aparecer en las cartas cuando Jorge y Germaine ya llevan varios años casados y tienen una familia, pero todavía han de separarse durante largas temporadas, a causa de los destinos de profesor de él, de los compromisos académicos que lo llevan unas veces a la universidad internacional de Santander o a la Residencia de Estudiantes y otras a Oxford o incluso a una exótica Rumanía de aristócratas afrancesados y monarquía de opereta. En todas partes Guillén escribe cartas y postales y espera con ansiedad los sobres azules del correo francés que le envía Germaine: "Su anhelada revelación azul en varias hojas". En todas partes añora primero a la novia y luego a la esposa a la que con el paso de los años empieza ya a escribirle en español, aunque regresa al francés para las expresiones de ternura. Las cartas son una permanente declaración de amor y deseo, y también una crónica jugosa de lo que Guillén hace a diario y lo que ve y los lugares por los que viaja y las personas con las que se encuentra. Guillén era una de esas personas para quienes la celebración era un estado natural, a la manera de Walt Whitman o de Claudio Rodríguez, aunque con un temple mesurado y lúcido siempre. Se ha comido de postre una mandarina y al volver a su habitación se lo cuenta a Germaine: "Esta mandarina estaba exquisita -fresca, perfumada, dulce, dócil-. -La he pelado como se desnuda a una mujer". Una velada con Lorca y otros amigos en los jardines de la Residencia la resume con eficacia telegráfica: "Hubo luna y gramófonos". Viajando hacia Bucarest por la Europa de los grandes expresos y las amplias capitales burguesas que sólo una década después serían fosas comunes y montañas de ruinas formula su ideal de vida: "Ver muchas ciudades y querer en todas ellas a la misma mujer". En una comida con amigos en la que están García Lorca y Salinas, Lorca lee las cuartillas de los Títeres de cachiporra poniendo las voces de cada uno de los personajes y haciendo los sonidos de una orquestación sincopada como de Stravinski. En el palacio de la Magdalena, en el verano de 1933, Guillén ve a una profesora americana que carga la maleta en un taxi e intuye el secreto de su amigo Pedro Salinas, que se la presentó diciéndole que era muy admiradora de Cántico: "Tendrá unos 35 años. No guapa. Cuerpo estupendo, flexible, delgado".
Tantos años de la vida antigua, tantas palabras, mil trescientas páginas en su edición definitiva: durante horas y horas Jorge Guillén seguiría leyendo, levantándose tan sólo para encender la luz eléctrica cuando ya no pudiera distinguir la escritura. Tendría la tentación de quemar las cartas, como había hecho Germaine con las escritas por ella cuando supo que se le acercaba la muerte. Habiendo sobrevivido a un tiempo de tanta destrucción y tanta pérdida eligió que se salvaran. Ahora el tiempo preservado en ellas nos entrega su luz perdurable, la memoria de un hombre que siempre prefirió la razón a la brutalidad y la claridad a la negrura: "El sol devuelve siempre la confianza en la vida".
antoniomuñozmolina.es
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