El género imposible
Ante cada nueva aparición de un epistolario, la sensación se acentúa: se trata de textos pertenecientes, no a un género pasado, sino a un género imposible. Y, sin embargo, la sustitución del correo postal por el correo electrónico no parece en principio razón suficiente para que la edición de las cartas de un escritor, o de una figura relevante en cualquier ámbito, adquiera cada vez más ese aroma de empresa arqueológica, de rescate de ruinas sepultadas por el tiempo. No es sólo el soporte de la correspondencia lo que ha cambiado, sino también el valor que conceden a lo escrito quien redacta y quien recibe. Puesto que la Red ha reivindicado la inmediatez como su beneficio más incontestable, la impresión de inane fugacidad de lo que transmite ha sido el coste. Si antes una carta manuscrita podía conferir prestigio al destinatario, hasta el punto de que no era infrecuente enmarcarla para mejor exhibirla, hoy ese prestigio se sitúa, si acaso, en el hecho mismo de recibir y enviar correos a un personaje eminente, siendo en gran medida indiferente su contenido.
Y es que, a diferencia del correo, la carta se ajustaba a un protocolo que, al menos por el momento, no acaba de establecerse en el caso del correo. En este, la función de comunicar se impone a cualquier otro criterio, y valen a la hora de cumplirla licencias que, en una carta, se tomarían por descortesía o inaceptable desinterés. Encabezamientos sumarios, abreviaturas ingeniosas en el desarrollo de las frases, faltas ortográficas que de inmediato se achacan a la urgencia de la redacción, sintaxis atropellada o directamente incorrecta forman parte de la gramática del correo que, sin embargo, serían motivo de desagradable sorpresa, si no de escándalo, en una carta. Con el añadido de que algunos datos esenciales de la comunicación y estrictamente fijados por el antiguo protocolo, como la fecha o el remitente, son aportados automáticamente por el sistema informático, acentuando el carácter meramente funcional del correo. Tal vez la prueba de que aún existe conciencia del contraste entre los rasgos de una forma y otra de correspondencia sea una práctica frecuente sobre todo en el trato con instituciones: el correo sirve para enviar en anexo la copia de una carta ajustada al protocolo.
Pero cómo saber si, después de todo, el valor que se concedía a la palabra escrita sobre un papel no tenía que ver con la oscura intuición del ingente trabajo que exigía llevarla hasta su destino, y que involucraba a decenas, tal vez centenares de personas. Después de doblado el papel, para lo que también existía un riguroso protocolo, era preciso introducirlo en un sobre, reseñar en él con letra esmerada el nombre del destinatario, su calle y su ciudad, adquirir los sellos que invariablemente anticipaban su condición de objetos de colección por serlo también de celebración y homenaje, acercarse al buzón antes de las horas tasadas de recogida. Y, a partir de ahí, comenzaban en las entrañas de un servicio del Estado la clasificación y el transporte de las toneladas de papel que partían en todas direcciones, sumergiéndose en un ignoto laberinto del que sólo salían de la mano del cartero, una de las pocas figuras a la vez míticas y cotidianas.
Si de algo se puede sentir una justificada nostalgia, no es de la ceremonia colectiva que exigía el envío de una carta privada, sino del valor que esa ceremonia concedía implícitamente a la palabra escrita. La publicación de epistolarios que está irrumpiendo con fuerza en el mercado editorial tal vez sea el último homenaje a un género que no renace muerto, sino que, precisamente por estarlo, es por lo que renace.
José María Ridao (Madrid, 1961) ha publicado recientemente la novela Mar muerto (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2010. 160 páginas. 18 euros).
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