Insólito: un 'remake' que tiene alma
Antes de que el aterrado Jonathan Harker plasmara en su escalofriante diario lo que podía ocurrir si el dueño de un castillo de Transilvania fijaba su interés, su capricho, su voracidad, sus colmillos y su necesidad de sangre humana en tu patética persona, antes de que Stoker inventara con excelente literatura la imagen definitiva de Drácula, la gente de cualquier época ha concentrado su miedo en príncipes o sicarios de las tinieblas que te buscaban la ruina a perpetuidad si decidían morderte en la yugular. Al hacerse uno mayor descubre que los vampiros no solo existen en la literatura, el cine y el subconsciente colectivo, sino que abundan en la vida cotidiana. No les mata la luz, ni las balas de plata. No les espantan las cruces ni los ajos. No destrozan gargantas. Tampoco precisan magnetismo ni inspirar terror. Pero mantienen intacta su capacidad para convertir en guiñapos, en muertos vivientes, a sus innumerables víctimas, para machacar el cuerpo y el alma de los infelices que están bajo su vasallaje.
DÉJAME ENTRAR
Dirección: Matt Reeves.
Intérpretes: Chloë Grace Moretz, Kodi Smit-McPhee, Elias Koetas, Richard Jenkins, Cara Buono.
Género: thriller fantástico. EE UU, 2010.
Duración: 116 minutos.
En el cine se han ocupado de su temible y patética existencia desde los directores más prestigiosos a los más cutres. Incluso en las épocas de mayor realismo, los vampiros nunca han dejado de estar de moda. Y se hacen muchas edulcoradas tonterías en su nombre. El éxito apabullante entre militantes góticos, adolescentes de múltiples pelajes y condiciones, incluido el pijerío romántico, de la saga Crepúsculo (solo he visto con infinita pereza la primera y la segunda aventura del Romeo dentudo y su incomprendida Julieta) o de la serie de televisión True blood (que seguí con relativo interés en su nacimiento, al venir firmada por Alan Ball, inventor de la magnífica A dos metros bajo tierra, pero de la que he desertado para siempre en su segunda e impresentable temporada), confirman que lo de ponerse ciego de sangre ajena sigue fascinando mayoritariamente.
En género tan previsible y fórmula tan manida puede ocurrir a veces que aparezca auténtico lirismo, un tratamiento insólito, que haya niños solos, tristes y acorralados que solo pueden comunicarse y encontrar calor con otra desolada criatura, descubrir su monstruosidad genética y seguir amándola. Ocurrió con la desasosegante, alucinada, trágica y hermosa película sueca Déjame entrar, creadora de una atmósfera onírica y tono sombrío, transmisora de horror y de piedad, realizada con elementos mínimos. El eco que creó una producción condenada al malditismo fue minoritario, pero también duradero. Era imposible que ningún espectador quedara indiferente hacia la angustia de esos niños insomnes.
El cine americano ha hecho el remake de esa pesadilla sueca. Y siempre tienes prejuicios hacia los remakes, la lógica aconseja no readaptar lo que es inmejorable. Pero en este caso les ha salido muy bien. El director Matt Reeves inyecta vida propia a una historia que ya ha sido contada. No es el saqueo de un clásico pensando en la taquilla. Está hecha con respeto, talento y emoción. La historia de amor entre esos dos marginados resulta tan inquietante y conmovedora en un suburbio de las afueras de Estocolmo como en la América de Reagan.
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