La fetidez de la corrupción
Podríamos apostar con poco riesgo que, desde la reinstauración de la Generalitat, nunca ha sido tan pobre el debate político, tanto entre el vecindario más concienciado como en las mismas Cortes. Cierto es que quedan lejos los tiempos efervescentes de la transición democrática, que ahora son otros los protagonistas y que se ha desvanecido la estela de las ambiciones individuales y colectivas con que irrumpimos en el milenio acomodados sobre una ola de prosperidad. Hoy prima la crisis económica y las precarias condiciones con que los valencianos afrontamos el futuro. Se habla de ello en los mentideros, aunque no tanto como el problema merece, quizá porque la corrupción pública es el asunto que coloniza como una mala hierba las conversaciones y controversias.
El PP se aplica con denuedo (¿qué otra cosa puede hacer?) a banalizar el fenómeno, acogiéndose precisamente al escaso o nulo castigo que ha merecido del votante valenciano. Pero, sin embargo, sería temerario deducir de ello que votar mayoritariamente a la derecha es ya parte de nuestra idiosincrasia. De ser cierta tan deprimente eventualidad provocaría probablemente una nutrida diáspora de cuantos no quieren regresar al pasado, ni compartir tal laxitud moral, ni soportar gobiernos que, como el actual, son carne de trullo y motivo constante de chanza. Porque éste es el caso: el gobierno de Francisco Camps no es hoy otra cosa que un foco de corrupción y así lo traduce su imagen mediática. A este respecto, es patético el contraste entre el discurso enfático que el presidente prodiga y la penosa realidad que proyectamos.
Al contrario de lo que opinaba un eminente ex ministro, creemos que se debe hablar sobre la corrupción, y denunciarla, y señalar con el dedo, pues con ello se contribuye al saneamiento social. Lo grave es que todo el discurso cívico y político se consuma en este indignante temario. Pero tal es y acabará siendo el legado de esta legislatura, de la que apenas han emanado noticias alentadoras. Este PP que nos ha tocado en suerte pudre cuanto toca y la crónica de su tránsito por el poder clama por un Roberto Saviano capaz de comprimir en un texto la ristra de episodios delictivos y personajes codiciosos -además de mediocres- que la pueblan. Ni siquiera la visita del Papa arroja unas cuentas claras, aunque solo fuere por el pío motivo que las provoca.
Ni claras ni oscuras, pues no se rinden cuentas de nada y santas pascuas. No ha de extrañarnos que la opacidad y la arbitrariedad sean norma en innumerables capítulos de la gestión pública y que de este modo lleguen a producirse trances como el que nos tiene atónitos estos días. Nos referimos a la ayuda económica al tercer o cuarto mundo que, en vez de ser un alarde solidario, tiene demasiados visos de ser otra cueva de Alí Babá. El lector puede ilustrar este episodio con una rica serie de tramas y casos, así como de imputados y procesados de los que emana el fétido hedor de la corrupción que nos afama.
Pero lo más lamentable de este largo paréntesis choricero es el tiempo y los recursos despilfarrados cuando tantas son las urgencias de este país venido a menos. Sanidad, enseñanza, cultura, estrategias de futuro para afrontar los cambios necesarios y apremiantes no han sido en ningún momento objeto de debate, quedándose en barbecho. En puridad, lo más decisivo que nos ha pasado a los valencianos en los últimos años será la llegada del AVE a Madrid, y ese hito no dependía de nosotros.
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