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Columna
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Fatalismos

En recientes lecturas me he encontrado en dos ocasiones con referencias al Antiguo Régimen (Ancien Régime) para describir nuestra situación actual. La primera de ellas ha sido en el último libro de Tony Judt, Algo va mal. La segunda vez ha sido en una entrevista en Le Monde a Hakim El Karoui, autor de Reinventar Occidente. Ensayo sobre una crisis económica y cultural. Según El Karoui, nuestra sociedad se asemeja cada vez más a la del Antiguo Régimen, con una base muy amplia, una pequeña élite y una masa bastante importante de personas - abogados, médicos, profesionales del ocio- que trabajan para esa pequeña élite. El resto de la sociedad estaría abocada a los empleos de servicios poco cualificados con sueldos un 40% inferiores a los de los empleos industriales. Para Judt, la semejanza con el Ancien Régime se fundaría en que, como en el XVIII, hoy tenemos un Estado desacreditado y una plétora de avaros recaudadores privados: al eviscerar las competencias y responsabilidades del Estado, habríamos debilitado su posición pública. Hoy, afirma Judt, hay pocas personas en EE UU y Reino Unido que sigan creyendo en lo que una vez se consideró la "misión del servicio público".

La conciencia, y la necesidad, de esa misión estuvo, sin embargo, muy arraigada en las sociedades occidentales en los decenios posteriores a los desastres de las dos guerras mundiales. Fueron los años del consenso socialdemócrata, mantenido con matices a derecha e izquierda, y que puso en pie el Estado del bienestar. Es lo que hoy se trata de desmantelar y Judt lamentará nuestra escasa memoria y lo poco que hemos aprendido de la historia del pasado siglo. Las nuevas recetas le parecen antiquísimas, y anticuadas, y las prédicas contra la función pública del Estado una forma de propiciar un Estado poderoso. Es lo que estaría ocurriendo hoy en EE UU y Reino Unido, donde se estaría imponiendo una versión orwelliana del Estado, ultravigilante y represor; y tampoco es de extrañar que nuestros ultraliberales hispanos sean, además, filofranquistas. Nunca deberíamos olvidar, afirma Judt, que la ambición de los liberales y partidarios del mercado libre de reducir la sociedad a una tenue membrana de interacciones entre individuos privados fue primero, y sobre todo, el sueño de los jacobinos, los bolcheviques y los nazis: "si no hay nada que nos una como comunidad o como sociedad, entonces dependemos enteramente del Estado".

Tampoco tendríamos que olvidar la lección de Czeslaw Milosz y de su libro La mente cautiva, como nos recuerda Judt en un póstumo artículo en la NYR. Si lo que mantenía cautivos del estalinismo a los intelectuales en el libro de Milosz era la identificación con la marcha objetiva de la Historia, o del Progreso, hoy sería el Mercado el que ocuparía el lugar cautivador de aquellos. Sería el nuevo consenso, la nueva corrección, el "no hay alternativa" de Margaret Thatcher. Tony Judt nos dice que sí la hay. Y conviene leerlo.

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