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Columna
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El artefacto

¿iPod? ¿iPhone? ¿Cómo demonios se llama este artefacto? Todavía peor: ¿cómo se pronuncia? Lo único seguro es que el móvil ya no es móvil: móvil es un vulgar terminacho castellano, anclado en tiempos oscuros, con el polvo de la Edad Media rezumando aún sobre sus hombros. Tendré que prestar atención al artilugio. Sospecha de ti mismo si te atreves a decir oipod, ya que los eruditos digitales aseguran que el trasto que blandes en la mano es un aipod, como se dice en los enclaves más recónditos del Valle del Silicio.

Pero ahora que ya no tengo móvil, sino un eipod, el mundo se ha convertido en un infierno. Una pantalla ultrasensible (que sólo puede ser obra de El Maligno) realiza por su cuenta decenas de llamadas cada día. Se repiten, con insistencia, los teléfonos, fruto del rastro que dejaron llamadas anteriores. Una palpitación, un parpadeo, un temblor de mi muñeca sobre la sensibilísima pantalla desencadena llamadas o mensajes. Y luego soy yo el que debe llamar de nuevo, para pedir disculpas, lo cual no impide que la gente acabe amoscada, porque una disculpa esgrimida tres o cuatro veces ya no tiene ningún efecto. Por cierto, también hago llamadas, sin querer, a una joven doncella. Quizás piensa que estoy tramando un asalto, pero que no tengo clara la estrategia. Y, por supuesto, no desmentí esa posibilidad de forma explícita, porque sólo sería el mejor modo de confirmarla.

Aquel alud de accidentes telefónicos (mensajes impertinentes, mensajes sin mensaje, mensajes a mi madre -que nunca lee mensajes-, mensajes a mi jefe, mensajes múltiples) amenazaba con dirigir mi vida al desastre. De hecho, toqué fondo cuando una página pornográfica, una procesión de chicas desnudas, invadió la pantalla del teléfono corporativo con artera deslealtad. ¿Y qué puede hacer un honrado padre de familia cuando ve en juego su reputación?

No lo pensé dos veces. La fortuna ayuda a los audaces. Me dirigí a mi lugar de trabajo y, dispuesto a neutralizar toda amenaza, mostré la pantalla ante un areópago de personas respetables mientras juraba que un diablo informático había instalado aquella web porno en el cacharro. La constatación del accidente quería desactivar toda crítica ulterior (cuando no alguna demanda ante los tribunales, ya que los varones de mediana edad no estamos a salvo de ninguna ley progresista). Pero comprendí enseguida que la mera confesión de que aquello había sido un accidente no bastaba para probar mi inocencia: debía redondear el argumento con la verdad entera, despejar cualquier duda sobre mi relación con aquel aparato que los contribuyentes me habían confiado. De modo que proferí, mostrando aquellas fotos innobles: "¡Esto es un accidente! ¡Yo no tengo nada que ver!" Y, dispuesto a no dejar sombra de duda, desplegué toda la verdad: "Yo jamás utilizaría mi iPod corporativo para ver pornografía: mi ordenador de casa funciona perfectamente".

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