Cuando Clapton sollozaba
Madrid, once de la mañana. Salgo del edificio de la cadena SER con el deleite íntimo de haber propiciado que, en el prime time radiofónico, suene Otis. El misterio, el eterno misterio de Otis Redding: un paleto de Georgia con profunda sabiduría emocional... y solo tenía veintitantos años cuando grabó aquellas piezas incandescentes.
Enfilando por la calle de Mesonero Romanos, diviso a un colega de la radio y la prensa. Pero no me devuelve la sonrisa; su cara se contorsiona en una mueca de odio y una catarata de insultos me paraliza. Cuando llega a mi altura, me suelta un manotazo en el hombro y escupe: "Un día, te van a dar una paliza". Me quedo mudo mientras se aleja invocando a mi madre a todo pulmón.
La vida de un periodista musical rara vez resulta emocionante
Desde la otra acera, varios mirones parecen decepcionados de que el choque no haya llegado a más. Se esfuma mi euforia y solo queda indagar qué ha provocado tanta ira. Uno no debería entrar en esta profesión ansiando ser amado universalmente, pero tampoco cultivando enemigos. Hago memoria: en algún momento, escribí que las entrevistas del compadre tienen mucho de ficción, algo no necesariamente negativo, excepto cuando pones en boca ajena argumentos imposibles y datos inciertos.
Temo que le pierde su pasión exhibicionista por los miembros del club del disco de platino, de los que asegura ser amigo y confidente. Algo pintoresco, pero inocente. Tampoco niego que, en viajes, me he beneficiado de su desparpajo e insolencia. Es una historia larga pero, en cierta ocasión, terminamos juntos en la zona súper-VIP de un concierto al aire libre en Los Ángeles.
En medio de la multitud, estaba el chiringuito de la mesa de sonido. Nos permitieron subir al techo, una terraza con barandilla donde seguían la actuación 10 o 12 personas: Axl Rose, Robbie Robertson, Eric Clapton y un séquito de espigadas California girls. Separado del grupo, un trajeado George Michael con un malote grotesco: si mirabas hacia George, el guardaespaldas daba un paso al frente y te quemaba con una mirada de ni-se-te-ocurra-acercarte.
El campo de fuerza de las superestrellas era tan poderoso que ni siquiera mi compañero se atrevía a entablar conversación. Además, asistíamos a algún tipo de psicodrama: en medio del jolgorio general, a la vista de miles de personas, Clapton lucía como un guiñapo, claramente infeliz, hasta lloroso.
Mi compatriota, quizá pretendiendo ser la versión rock de la columnista Louella Parsons, enseguida calibró la situación y lanzó su diagnóstico: "Eric ha vuelto a la heroína. Me han contado que, como siga así, le quedan meses de vida". Qué tristeza, pensé impresionado.
El vaticinio resultó tan equivocado como la supuesta información reservada. Pasaron más de 20 años y Eric sigue activo. De hecho, pongo su último disco, Clapton, cuando entro en casa tras el antipático encuentro: necesito tranquilizarme. La vida de un periodista musical no es tan dramática como podría imaginarse; felizmente, rara vez te agreden o recibes amenazas a la cara. No tengo noticias de críticos de rock a los que hayan lanzado un cubo de agua (Fernando Trueba versus Diego Galán, 1982). Todo lo más, pellizcos de novicia: "A este, no le mandes discos / le prohíbes entrar en la sala / le niegas la entrevista".
Frente a la agresividad, el nuevo trabajo de Eric se revela balsámico. Una colección de "canciones fuera del mapa": blues añejos, standards olvidados y algún tema original coescrito con Doyle Bramhall II, su nuevo socio guitarrero. Producción de lujo -metales de Nueva Orleans, J. J. Cale, Wynton Marsalis,- para un disco finalmente modesto, sigiloso, elegante, sin pretensiones. Justo lo contrario que mi antagonista callejero.
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