Miedo a la razón
Dos siglos y medio han transcurrido desde que la ciudad de Edimburgo se constituyera en capital de la razón, capital of the mind, como ha sido llamada. Allí, hacia 1750, en un cargado ambiente presbiteriano, se abrió paso la única respuesta posible a lo que dos siglos y medio después el papa de Roma llama "la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios": la que procede de la razón emancipada de la religión. Los Estados que lo han conseguido, han disfrutado de paz religiosa, requisito básico, en países de diferentes confesiones cristianas, de la paz civil.
España no lo consiguió. En España, la razón ha languidecido sometida a la religión desde el origen mismo del Estado moderno, cuando la Inquisición sirvió de privilegiado instrumento para mantener, por medio de una política de destrucción sistemática de la razón, el monopolio de oferta religiosa en manos de la Iglesia católica. Cierto, ese monopolio ahorró a España las guerras de religión que ensangrentaron Europa durante décadas; en contrapartida, ese mismo monopolio está en la raíz de un permanente estado de guerra civil, larvado o activo, desde los días de la revolución liberal del siglo XIX hasta el fin de las dictaduras del siglo XX.
Cuando Benedicto XVI, con su persistente miedo a la Ilustración, pretende reservar a la religión un papel propio, corrector de la razón, en el proceso democrático que de otra manera carecería de sólido fundamento ético, la respuesta es inevitablemente: no, gracias. Hemos acumulado una experiencia tan devastadora del papel de la fe, la religión y la Iglesia como protagonista o partícipe en el proceso político que mejor pasamos de él. En España, la religión católica como religión oficial del Estado, desde la primera Constitución liberal de 1812 hasta las Leyes Fundamentales de la dictadura, no ha traído en el ámbito de la convivencia civil más que discordias y desgracias, la última de ellas perdurable aún en la memoria de todos: sin el ingrediente religioso, el terror desencadenado por la rebelión militar en julio de 1936 no habría sido tan devastador y duradero como lo fue el que se abatió durante y después de la guerra civil sobre las tradiciones y las personas leales a la República.
"Pasar por las armas a la señora Institución" fue consigna católica para exterminar físicamente, en nombre y defensa de la fe católica, verdadera esencia de la única España, la autonomía de la razón tan frágilmente representada por la Institución Libre de Enseñanza. Víctima ella misma de la revolución social, la Iglesia católica se erigió en verdugo de la razón y de la libertad, acompañando, bendiciendo y legitimando las operaciones de limpieza, depuración y exterminio de quienes eran tachados de Anti-España y anatematizados como enemigos de la fe. No es una historia medieval, ni exclusiva de los siglos imperiales. Es una historia de ayer, que marcó una buena porción de nuestro siglo XX.
De manera que cuando volvemos a oír estas banalidades sobre el "mero" consenso social como fundamento ético del proceso político, sobre la revelación como fuente de interpretación de la llamada ley natural, sobre el imprescindible lugar de la religión como correctora de la razón y sobre ateísmo igual a nazismo (dicho esto, para más escarnio, por un alemán) no queda más remedio que recordar que ninguna religión, especialmente las monoteístas y de libro, ha sido nunca fundamento de libertad y convivencia civil. Más aún, cuando la religión se organiza en iglesia y se constituye en un poder separado, a resguardo de las leyes aprobadas por consenso social, tiende a abusar de su posición y conducirse como una asociación de malhechores, como lo prueba el encubrimiento de ese crimen que es el abuso masivo de menores, calificado como "un error del pasado" por la Iglesia católica de Bélgica.
Lo cual no quiere decir nada sobre el papel que los católicos, como los fieles de cualquier otra religión, pueden y deben desempeñar en el proceso democrático. Porque una cosa es la fe del creyente que da sentido a su vida como miembro de una comunidad si así lo decide en el ejercicio de su libre voluntad garantizado por la ley, y otra el poder de una religión institucionalizada como iglesia que deriva de sus creencias una ideología con la pretensión de corregir el proceso político. A este respecto, en España, tan católica, la jaculatoria habrá de ser: que Dios nos proteja del poder corrector de su Iglesia.
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