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Columna
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Esperanza Thatcher

Los comentaristas de los medios han unido mucho en estos días, con distinta intención, según se tratara de unos o de otros, los nombres de Margaret Tatcher y Esperanza Aguirre. Pero la obsesión de esta con los sindicatos no se debe a apariciones nocturnas de su idolatrada Margaret, que si vivió una demoledora obsesión semejante a la suya administró mejor sus delirios. Lo de Aguirre es más simple: se trata de una experiencia particular con los sindicalistas de Madrid a lo largo de sus años de gobierno.

El antisindicalismo de Thatcher, más arrollador que el de Aguirre por supuesto, pertenecía a un plan general errado y, no obstante, coherente. El de Aguirre, un enredo local, no es otra cosa que un ajuste de cuentas de tres al cuarto, un acto de antipatía, un castigo por desapego, una respuesta a las incomodidades que los sindicatos le han hecho vivir a la que tiene la sartén por el mango. Y sean cuales sean las verdaderas intenciones de la presidenta, cuestión de coraje, las que me arriesgo a atribuirle pueden ser confirmadas en las hemerotecas. Más de una vez ha quedado claro en sus furibundas reacciones respecto de los sindicalistas que piensa que los liberados son unos holgazanes a sueldo. Los hay, a buen seguro, pero no parece el caso de los que le han aguado a ella las fiestas de sus inauguraciones precipitadas o repetidas a las puertas de los hospitales madrileños, por ejemplo. Por perezosos que fueran los liberados no hay duda de que las incompetencias del gobierno Aguirre les ha obligado a trabajar duro, especialmente en el ámbito de la educación y la sanidad. Y si el trabajo de esos sindicalistas ha trascendido más allá de sus propios ámbitos laborales ha sido con frecuencia porque la propia presidenta -una máquina del guirigay- les ha otorgado un mayor protagonismo con sus reacciones airadas. Thatcher, elegante y sobria, sacudía a los sindicatos con la debida distancia; Aguirre, lenguaraz y en jarras, se ha empleado en rifirrafes con ellos. Más por su carácter que por su ideología, la llamada dama de Hierro dejó una abundante estela de fracasos, pero con ser el de Thatcher un carácter fuerte, que quizá Aguirre pretende emular, distaba mucho de contar con los componentes populistas y a veces extravagantes de nuestra castiza presidenta.

El antisindicalismo de Aguirre es un ajuste de cuentas de tres al cuarto, un acto de antipatía

Se dirá, pues, que para qué entrar en estas comparaciones Aguirre-Thatcher, y más siendo distinto el equipaje intelectual de ambas, pero es obvio que lo que ha promovido la búsqueda de semejanzas entre ellas es la evocación de la férrea y vieja dama por la presidenta regional en su afán de castigar a los sindicalistas de su administración por donde ella piensa que les duele más: reduciendo lo que entiende que son privilegios por la vía de acabar de un plumazo con un buen número de liberados. Y es evidente que a los sindicatos ha de afectarles tanto el ajuste de la crisis como a los partidos políticos, pero la reducción del gasto sindical tendría que alcanzar igualmente a otros supuestos liberados políticos, tomen o no ese nombre, además de afectar a abundantes asesores y a otros gastos suntuarios. Incluso a la propia Aguirre, sin ir más lejos, nada dispuesta a ser una liberada del PP. De no ser tal, su partido debería ingresar en las arcas del gobierno madrileño el importe de las muchas horas que ella le dedica, incrementado incluso con el coste del uso de la institución con fines partidarios.

La presidenta da la inevitable impresión de que dedica más tiempo a la política partidista que a su tarea institucional y que en el desarrollo de esta no pierde ocasión de servir a la otra. Y tampoco en eso tiene parecido alguno a Margaret Thatcher.

Liberales confesas las dos, o adscritas a lo que ahora se toma por liberal, el liberalismo de Thatcher inspiró una mala gestión en la que siempre perdieron los débiles, y no ganó precisamente el Reino Unido, y en eso Aguirre no le va a la zaga en su modesto gobierno, para acabar, después de sus aventuras en Las Malvinas, tomando el té en Londres con Augusto Pinochet, amistad que pudo significar también una manera de compartir una visión del mundo entre la británica y el chileno. Aguirre, sin necesidad de dictadores por medio, sólo defendiendo la memoria de alguno, y sin haber ido a Perejil con Trillo, cuenta con un coro mediático no precisamente liberal, ni siquiera en el sentido actual, que ha respondido fielmente a su toque a rebato en el ataque a los sindicatos que ahora toca y se desgañitan en el descrédito de los liberados. Y de paso ha conseguido con su campaña que quienes tendrían que estar preguntándole en qué medida la gran corrupción ha mermado las arcas de la Comunidad en tiempo de crisis tengan que emplear las horas que les dejan libres sus contiendas de partido en defender los derechos de los liberados sindicales.

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