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Columna
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Pulsiones separadoras

La Diada del 11 de septiembre ha estado coloreada este año por la incertidumbre propia de los momentos de transición. Equidistante en el tiempo de la sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional sobre el recurso interpuesto hace cuatro años contra el nuevo Estatuto catalán, y de las elecciones autonómicas, combinó la movilización inercial contra el fallo judicial y el pálpito del cambio de ciclo político.

En su discurso institucional de la víspera, el presidente Montilla pidió que la concordia se imponga a "la pulsión disgregadora" entre los catalanes y el resto de los españoles. La pasional campaña política, social y mediática desatada en Cataluña (el 10 de julio cientos de miles de ciudadanos se manifestaron en las calles) contra la sentencia, que expulsó del ordenamiento jurídico 14 artículos del nuevo Estatuto y condicionó la validez de otros 26 a la interpretación dada por los magistrados, desbordó las fronteras de las reglas democráticas sobre el respeto debido a los tribunales.

Montilla previene contra la discordia entre Cataluña y el resto de España

Sancionada por la Asamblea catalana el 30 de septiembre de 2004, la proposición estatutaria fue sometida luego a un severo escrutinio por la Comisión Constitucional del Congreso, con la activa participación en sus deliberaciones y votaciones de una delegación del Parlamento catalán. El resultado fue la anulación o modificación (el "cepillado", según la expresión carpinteril de Alfonso Guerra, presidente de la Comisión) de los artículos bajo sospecha, a fin de eliminar sus manchas de inconstitucionalidad y dejarlos "limpios como una patena" (la metáfora sacristanesca fue de Zapatero). Pero el texto resultante, ratificado en referéndum por la ciudadanía catalana, no quedó, sin embargo, cepillado y limpiado del todo a criterio del alto tribunal.

Los críticos de la sentencia 31/2010 niegan al Constitucional competencia para pronunciarse sobre una decisión política aprobada por dos Parlamentos y sometida luego a una consulta popular. Abstracción hecha de su solidez doctrinal, ese razonamiento podría servir a lo sumo para criticar retrospectivamente a las Cortes Constituyentes por su silencio en la materia; en tanto la norma fundamental no sea revisada, el alto tribunal estará obligado a pronunciarse en tales casos. Por lo demás, los debates jurídicos se suelen prestar a respuestas diferentes dentro de una horquilla de soluciones igualmente admisibles.

En cualquier caso, el carácter abstruso y complejo de las cuestiones analizadas por una sentencia intrincada y farragosa no cuadra con el tono rotundo y escandalizado de las críticas nacionalistas. Por ejemplo, el catedrático de la Universidad de Santiago Roberto L. Blanco Valdés ("El Estatuto Catalán y la sentencia del nunca acabar", Claves de Razón Práctica, nº 205, septiembre de 2010) llega a la matizada conclusión de que el alto tribunal hizo todo lo posible para admitir la constitucionalidad de preceptos interpretables de esa manera sin retorcer el texto; y que en ocasiones también hizo lo imposible para forzar una lectura constitucional de los artículos impugnados, literalmente contradictoria con su letra y con su sentido.

Hay razones jurídicas, sin embargo, que la razón política no entiende. El porcentaje de ciudadanos catalanes a favor de la independencia registrado por los sondeos de la empresa Noxa publicados por La Vanguardia (47% en julio y 40% en septiembre) no cubre solo a los votantes de los grupos radicales, sino que también se extiende a sectores del electorado de CiU y de los socialistas catalanes.

El diputado José Ortega y Gasset defendió en las Cortes republicanas la idea de que el nacionalismo -en España y en el resto de Europa- es un problema perpetuo que no se puede solucionar de una vez y para siempre, sino que debe ser conllevado con habilidad y prudencia. Pero la relativización del conflicto exige reciprocidad: los catalanes que quieren vivir aparte de España también deben conllevarse con los catalanes que desean lo contrario y con el resto de los españoles.

La torpeza de la Generalitat de Cataluña a la hora de administrar esa conllevancia durante la Guerra Civil fue la causa de la profunda decepción de Manuel Azaña y de Juan Negrín, últimos presidentes del Estado y del Gobierno republicanos, con el nacionalismo catalán.

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