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Columna
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El día en que fuimos a la playa

El anuncio de la tregua, o lo que demonios sea esto, me pilló en la playa de Laida. No vamos mucho a la playa pero, por eso mismo, ver a mis niños cómo reían y jugaban con las olas (sorprendidos, excitados, después de todo un verano varados en piscinas de interior) fue lo mejor del día, de la semana y del mes. Entonces llamó un amigo y me dio la noticia. "Su-etena", me dijo, en el idioma en que hablamos. Y yo reflexioné un momento sobre las sutilezas que alberga cada idioma, por ejemplo, el castellano, a la hora de diferenciar entre tregua y alto el fuego. La reflexión duró pocos minutos, porque hacía un tiempo espléndido y el día merecía ser aprovechado. Así que, como soy un mirón (de la naturaleza humana en general, no sólo de lo que están pensando, aunque también, qué quieren, siendo sinceros, pero no sólo eso, que quede claro, y por favor), me puse las gafas de sol y observé las costumbres del personal y el devenir de las mareas con curiosidad naturalista.

Hubo baños de sol, baños acuáticos y, al final, baños de multitudes, porque al atardecer la gente emprendió su peregrinaje hacia los coches. Era algo bíblico, qué sé yo, una especie de éxodo. Mientras tanto, los boletines radiofónicos hablaban de la tregua, pero cómo ocuparse de ella ante el reflejo del sol sobre las aguas del estuario de Urdaibai o al divisar más tarde la romántica estampa del castillo de Eugenia de Montijo, que me empaña los ojos porque trae recuerdos imborrables de mi infancia. Y entonces uno descubre que la tregua, el cese, o lo que demonios sea esto, tiene un nombre abstruso y complicado, en concreto, "no llevar a cabo acciones armadas ofensivas". Pensé un momento y me dije: "tiene delito".

Llevábamos a casa la aspereza del salitre, y ese cansancio óseo y llevadero que inocula en el cuerpo todo un día de playa. La tregua, o lo que demonios sea esto, no logró desfigurar el perfil de una jornada amable, como si la política, la maldita política vasca, no tuviera fuerza bastante para condicionarlo todo y la vida, la verdadera vida, fuera por una vez más importante. Llegamos a casa felizmente cansados y, a pesar de esa melancolía tosca e irredimible que siempre tienen los domingos por la tarde, decidimos no sucumbir al desánimo. Podíamos preparar la cena y jugar después a alguna cosa. Y mientras tanto los informativos seguían hablando, con burocrática constancia, con profundo aburrimiento, sin atisbo de entusiasmo, del alto el fuego, la tregua, o lo que demonios sea esto. Pero no teníamos tiempo para esas tonterías: allá nos esperaba el primer día de la primera semana del nuevo curso escolar, de modo que la familia afrontó las necesarias labores de intendencia, y después todos a la cama.

En efecto, un día cualquiera. Un día más. Un día en que, por suerte, no pasó nada grave. Un día en que, mal que les pese, vivimos a sus espaldas.

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