Una confesión arrebatada
El texto entero de "Lo que queda por vivir", de Elvira Lindo, es un conjuro, un encantamiento, expresión de la necesidad de decirlo todo. En su nueva novela, la escritora ha volcado su alma, enorme emoción y sensibilidad, y un saber literario de gran vuelo
En la obra tan diversa de Elvira Lindo (la serie de Manolito Gafotas, cuentos para niños, libros juveniles, innumerables programas radiofónicos, guiones cinematográficos) hay lugar también para las novelas. Esta es la cuarta y, en fin, creo que es casi sin dudarlo la mejor, aquella en la que ha volcado su alma, enorme emoción y sensibilidad, y un saber literario de gran vuelo. La naturalidad de la expresión, el costumbrismo de buena ley y la gran verdad humana que abarca es apreciable en la mayor parte de sus páginas. Se trata de una confesión personal cuyo personaje central mantiene significativas semejanzas con la autora real. Aunque el nombre de la protagonista, Antonia, no es, evidentemente, el mismo de la autora, creo que podemos hablar de una modalidad novelística que se ha denominado autoficción, mezcla de autobiografía y ficción que permite trasladar información del autor al personaje y viceversa. La esencial ambigüedad sobre si los hechos contados son ciertos o no es un punto esencial en la credibilidad de la historia. La profesión y los diversos trabajos, el hijo de cuatro años, algunos rasgos expresivos y una circunstancia que surge al final permiten hablar del propósito de la autora de relacionar la historia con su propia vida, independientemente de la cantidad de invención puesta en los diversos episodios. Podemos también considerar una advertencia formulada literalmente en la novela: al tomar cualquier decisión, elegir un camino y rechazar otros, cancelamos la posibilidad de vivir otras vidas que hubieran sido posibles para nosotros. Siguiendo este razonamiento, puede interpretarse lo que se nos cuenta como la vida que hubiera podido llevar la propia autora si sus decisiones hubieran sido otras. Y es que me parece que el texto entero es un conjuro, un encantamiento, expresión de la necesidad de decirlo todo, de expresar el dolor sentido, los apuros, todas las penas y quebrantos para que al fin pueda la protagonista, la que es y no es Elvira Lindo, hacerse cargo con plenitud de "lo que me queda por vivir". Es así como el título adquiere todo su sentido.
Lo que me queda por vivir
Elvira Lindo
Seix Barral. Barcelona, 2010
270 páginas. 18 euros
No hay en la novela ningún orden temporal; sin embrago, está cuidadosamente estructurada en ocho capítulos. En cada uno de ellos, hay algún elemento que le otorga coherencia, un personaje, un tema o un lugar. Cada capítulo aporta algo nuevo para ir componiendo en capas sucesivas a la protagonista y sus circunstancias. "Qué pocas veces supe perseguir lo que quería", reconoce Antonia en los inicios de su exposición y tras las noticias sobre su aguda frustración sentimental, sus dificultades para vivir sola con el niño y el desmoronamiento de su mundo y sus principios, oímos su rotunda afirmación: "Me he perdido a mí misma, no sé quién soy".
El breve primer capítulo es una introducción. Antonia regresa a Madrid después de la ausencia de un año a causa de un trabajo en otra ciudad. En él se plantean algunos enigmas que sólo serán resueltos en los capítulos finales. Enseguida se entra en materia. El fracaso matrimonial y la vida junto a Gabi, su hijo de cuatro años, son lo primero. La idea destructiva de que ella no es como "las otras madres" (fíjense en la expresividad con que se desarrolla esta idea en las páginas 34 y 35), las veleidades de un marido de quita y pon, y las noticias un tanto despectivas del grupo de amigos comprometidos políticamente son referencias importantes. Con una conclusión desoladora: "Jamás se deberá hacer el amor cuando el amor hace daño". La fría ceremonia nupcial, símbolo de la vida de la pareja, se describe con especial brillantez, con sarcasmo contenido y rencor retrospectivo. Es "la boda de una huérfana", concluye Antonia.
Dos personajes secundarios adquieren especial grosor y fuerza. Uno, la tía Celia, la que cuidó a la protagonista cuando murió su madre. Es central en el tercer capítulo cuando la narradora describe con sensibilidad y humor la vida en el pueblo donde pasó largas temporadas. Hay nostalgia por esa infancia feliz y alivio por haberse librado de la vida pueblerina. La tía Celia, reina de una casa grande, vive entre estampas y fotografías de antepasados muertos. Esa es su fuerza. Cuando, pasados los años, una Celia ya mucho mayor cuida y mima a Gabi repitiendo los mismos gestos y diciendo las mismas palabras, sentimos el irremediable paso del tiempo. Los personajes han envejecido, otros son nuevos, pero las costumbres, representadas por la tía Celia, permanecen. El otro personaje importante es el que lleva el sobrenombre de Jabato. Fue un niño sin padre y con una madre empobrecida, destinado a fracasar (notemos la escena en que el padre de Antonia lo trata con tanto desdén), pero, por contraste, es el que con mayor soltura y calidad llega a buen puerto. A su cargo está hacia el final, una larga y aleccionadora conversación donde ofrece la imagen de otras vidas posibles y perspectivas distintas para los mismos hechos.
Cuando estoy por terminar este comentario, leo en EL PAÍS las críticas de Elvira Lindo a los actores que no hablan bien y hago mía su amonestación "hay que saborear las palabras" ya que es precisamente una de las virtudes de su novela.
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