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Columna
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Había una vez... Internet

Había una vez un país en el que a los ciudadanos les encantaba viajar. Se habían construido muchas carreteras y también autopistas, la mayoría de peaje, y se habían creado varias compañías de autobuses que por un precio razonable transportaban personas y paquetes de una parte a otra.

En un momento dado se construyó una nueva red pública de carreteras, especial en varios aspectos. Solo podían pasar algunos vehículos y ser utilizadas por algunas personas que realizaban un trabajo especial considerado importante y beneficioso. Además, por esta razón, el transporte era gratuito. Poco a poco las características de ambas redes se fueron homogeneizando y todos los vehículos podían circular por todas. Todos los ciudadanos hacían uso de unas y otras. En algunos vehículos debían seguir pagando su billete, pero en otros podían viajar gratis siempre que aceptaran que las paredes del autobús estuvieran llenas de anuncios de yogures y en los altavoces interiores les acribillaran con mensajes publicitarios de productos limpiavajillas. La gratuidad a cambio de la publicidad fue ganando adeptos y, además, en los casos de pago las compañías idearon un sistema muy cómodo llamado "abono" o "tarifa plana". Usted paga un tanto al mes y viaja cuanto quiera...

Es muy difícil, lento e impopular ir convirtiendo en 'de pago' algo que ha nacido y sido mucho tiempo gratuito

Esta situación originó en aquel país un gran incremento de la afición a viajar y a mandarse paquetes unos a otros, pues, una vez pagada la cuota mensual, tanto una cosa como la otra, resultaba gratis. Se convirtió en una costumbre nacional pasarse el día moviéndose de una parte a otra del territorio e intercambiando objetos y muebles entre amigos y familiares. Algunas personas advirtieron repetidamente que se estaba creando una dinámica insostenible, ya que, como se ha demostrado en otros casos, todo servicio que tiene un coste debe estar o limitado o soportado en parte por el usuario, ya que en caso contrario, la gratuidad -aparente o real- hace crecer de forma exponencial el uso del mismo.

Hubo algunos intentos muy tímidos de poner un cierto orden en este mercado, pero se demostró que es muy difícil, lento e impopular ir convirtiendo en de pago algo que ha nacido y sido mucho tiempo gratuito. El resultado de todo ello fue que la red de carreteras del país quedó colapsada, ya que no había espacio para admitir tantos vehículos que circulaban constantemente. La frustración fue enorme y las quejas sobre las colas, los retrasos y los accidentes llegaron a provocar disturbios. El problema más grave fue que el colapso mantuvo inmovilizados muchos vehículos llenos de "paseantes", pero también muchos llenos de trabajadores y muchísimas ambulancias.

La solución era clara: hay que construir más carreteras para aceptar estos aumentos de tráfico. ¿De dónde saldrán los fondos para la inversión? ¿De los propietarios de la red? ¿Del Estado? ¿De los usuarios, es decir, de tarifas más elevadas? Después de un debate, que por razones políticas y electorales se complicó bastante, se vieron con claridad algunos puntos. En primer lugar: el pasatiempo de viajar y de transportar paquetes no se pudo asimilar a un servicio público que deba ser gratuito como la enseñanza o la sanidad. Por tanto, hubo que descartar que sean los Presupuestos públicos los que dediquen recursos a solucionar el problema. Segundo: si la inversión la deben hacer las empresas privadas propietarias de las carreteras, esta solo podrá financiarse a través de las tarifas, es decir, alejándose cada vez más de la fingida gratuidad. Tercero: se preguntaron ¿es lógico viajar constantemente, por necesidad, por gusto o por vicio?

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La respuesta fue que no lo era y que había que reducir el tráfico, no mediante la prohibición, sino por el coste y que, como en tantos otros campos (se tomó el ejemplo del agua) había que discriminar entre el precio que se paga por el consumo necesario, por el razonable y por el superfluo. Una vez aplicada una tarificación de acuerdo con estos criterios, y después de varios retoques fruto de la experiencia, se consiguió una situación mucho más tranquila, consecuencia a la vez de la ampliación de la red y de una reducción importante de la tendencia al aumento del tráfico. El Estado no tuvo que pagar las obras, las financiaron indirectamente los consumidores, especialmente los grandes.

¡Me voy a leer EL PAÍS por Internet, que, por ahora, es todavía gratuito!

Joan Majó es ingeniero y fue ministro de Industria.

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