El periodista internacional
Cruzábamos el Arno por el puente de la Victoria, en Pisa, y vio la fortaleza. Me preguntó qué era aquello. Era la Cittadella Nuova, construida por los florentinos en el siglo XV, destruida por los propios pisanos, reconstruida a principios del XVI, signo definitivo del poder de Florencia y del hundimiento político, económico y militar pisano. Carlos Mendo viajaba como un investigador, interesado, expectante. Fue a vernos a Pisa en el otoño de 2009, por el gusto de que nos encontráramos, tan generoso, todavía ni hace un año. En la Ciudadela hay unos jardines y un cine, quizá el cine de verano más bello que existe. A Carlos también le interesaba el cine, el de Hollywood. La última película de la que me habló apasionadamente fue Gran Torino, de Clint Eastwood.
Conocer a un maestro es una sorpresa, un don, una alegría
Sentía Carlos Mendo verdadero fervor español, pero demostró muchas veces un deseo imbatible de irse de España. Yo diría, por las cosas que me contó a lo largo de los años, que le atraía lo extranjero, lo extraordinario. Uno de sus primeros recuerdos era la visita a su colegio, en 1940, del mariscal Pétain, embajador de París en la España de Franco, antes de tomar el poder en Francia. Carlos, niño, sostenía un estandarte. Y, en cuanto acabó sus estudios en la Escuela de Periodismo, participó como corresponsal en la guerra de Ifni. Los periódicos españoles publicaron las crónicas de un Carlos Mendo de 24 años, que contaba la Nochevieja de 1957 en Ifni, amenizada por Carmen Sevilla, Gila y Elder Barber. El joven periodista registró la vibración del Grupo de Tiradores y la Bandera Paracaidista del Ejército de Tierra, pero también percibió los aspectos contradictorios del esplendor patriótico: los artistas actuaban "sobre un tablado inseguro y con un piano desafinado". A la hora de comer las uvas, "quizá en vez de campanadas tengamos cañonazos".
En la primera juventud, casi en la adolescencia, se había ido a un campo de trabajo en el campo inglés, a recoger patatas o algo así, me contó. Me pareció admirable. Salir de España en aquellos tiempos correspondía, si acaso, a privilegiados, o a condenados y malditos. Carlos no era ninguna de las tres cosas. Se convirtió en políglota y, después de Ifni, la UPI se lo llevó a su delegación en Roma, cerca de la Embajada española ante la Santa Sede y de la habitación donde murió Keats. Fue vecino de un monseñor retorcido y tuvo como colaborador a un romano, mussoliniano devoto, recalcitrante y divertido jugador de cartas. Aprendió que el periodismo limita con la diplomacia y la política.
Y entonces se vio dirigiendo la agencia oficial franquista, Efe, en el momento en que empezaba la autodestrucción del franquismo, de míster Hyde a doctor Jekyll. Me contó que vio desde el principio que, si la agencia de la dictadura quería expandirse por países democráticos, sus noticias debían ser creíbles, libres. En esa contradicción se movió Carlos Mendo, periodista internacional, de América a Asia. ¿Cómo entrar en Japón? Recurriría a los jesuitas, recordando la fundación de misiones por San Francisco Javier, en Japón, a mediados del siglo XVI, mucho antes de que llegara Carlos Mendo.
Conocí a Carlos hace más de 10 años, en Nerja, gracias a Félix Bayón y su instinto para la amistad y las afinidades. Apartado ya del ruido inmediato de la redacción del periódico, Carlos pensaba entonces escribir sus memorias, o eso me dijo. Yo he tenido la alegría de que me haya ido contando algunos capítulos todos estos años. Me asomó a la Embajada de Londres, y a la Casa Blanca, y a la Asamblea General de la ONU, y a los cuarteles de la OTAN. Me contó cómo se vive en Washington y en Sudáfrica. Me recitó las capitales de todos los Estados Unidos de América (la de Alaska es Juneau; la de Wyoming, Cheyenne, por ejemplo). Sé de sus amistades mormonas en Salt Lake City, capital del Estado de Utah, y de algunas peculiaridades del confesor de Francisco Franco y Carmen Polo. Mi amistad con Carlos Mendo ha sido una larga conversación feliz, una estupenda discusión.
No es que no coincidiéramos. En algunas cosas éramos fundamentalmente antagónicos. Cuando discutíamos a fondo, vehementes, yo tenía ventaja, porque para mí Carlos Mendo era un maestro. Yo aprendía siempre. Llevaba años leyéndolo en EL PAÍS con admiración, enviado especial en Johanesburgo en los últimos años ochenta, cronista fiel de unas "elecciones solo para blancos", o testigo en la Casa Blanca de los años noventa, en la corte de Clinton. Y luego llegó Bush II, y aumentaron las cosas en las que no podíamos ponernos de acuerdo, y lo sabíamos, y eso no era un motivo para dejar de hablar, sino para seguir hablando y desear reencontrarnos, y volver a una discusión que apaciguaba Amparo Soria, la mujer de Carlos, más equilibrada o más tranquila, o con mejor juicio que nosotros.
Yo he oído, he aprendido. Porque Carlos Mendo manejaba siempre datos incombustibles. Una discusión sobre la Palestina actual nos llevaba a la caída del Imperio Otomano o, más lejos, a la heroica resistencia suicida de los judíos frente a Roma en la fortaleza de Masadá, al sudeste de la orilla occidental del mar Muerto, al principio de la era cristiana. Carlos había visitado Masadá en alguna guerra reciente. Conocer a un maestro es una sorpresa, un don, una alegría. He tenido la suerte de la amistad de Carlos, cuando iba sintiéndose solo, entre los últimos de una generación de periodistas de la que había sido uno de los más jóvenes y uno de los mejores. Nos hemos reído, nos hemos reído mucho, Carlos y yo. Tengo la costumbre feliz de conversar con él. Leo cosas estos días, cuando ya no está, y sigo pensando en que parecen escritas para comentarlas con Carlos en el próximo encuentro.
Justo Navarro es escritor.
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