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ESCENARIOS DE UNA CIUDAD FESTIVA | El metro | Días de diversión

Bajo la ciudad de Marijaia

Hace tiempo que las tripas de la ciudad se han convertido en un paisaje habitual de las fiestas. Tanto como los 15 años que tiene el metro de Bilbao, que para disfrute de los vecinos de los municipios de alrededor de la villa se ha convertido en el medio principal de transporte durante la Aste Nagusia. Con un horario ininterrumpido durante los nueve días de fiesta, los vagones del suburbano retratan con la exactitud de un espejo lo que se vive varios metros más arriba, en las calles.

Los usuarios visten de uniforme riguroso: pañuelos azules, faldas de arrantzale, camisetas de las comparsas y todo tipo de polos y pantalones cortos, se contraponen con el gris y algún detalle rojo del metro. Un viaje en sus vagones a poco más de media hora de que comience una de las actividades más populares de las fiestas, los fuegos artificiales, dibuja con claridad el perfil sociológico de quienes se deja caer estos días por Bilbao.

Los niños, entre maravillados y excitados, no sueltan la mano de sus progenitores. Un comportamiento impecable -nada de correr por el vagón, asomarse a la puerta en cada parada y el que no haya conseguido asiento sujetarse a las barandillas- con toda probabilidad asegura más de un viaje en las barracas. O alguna chuche extra para ver leones, trapecistas o elefantes en el circo.

Completan la primera función de la noche, la de las nueve, los mayores. Rebeca sobre los hombros, a pesar de que el bochorno de estos días haya convetido el botxo en una olla a presión, se acercan a ver el espectáculo de fuegos artificiales.

Los más jóvenes escasean. A deshora para sus usos, recorren con paso cansino los andenes. En las manos, bolsas del súper con el combustible que quemarán durante la noche, refrescos y alcoholes de diversa graduación. Las ganas de fiesta van por barrios. La euforia del primer fin de semana de Aste Nagusia y el triunfo de la política del darlo todo se entreve en ojeras y en la conversación muda que mantienen algunas cuadrillas. Otros, sin embargo, alborotadores y jocosos, anuncian que, de momento, la noche no ha hecho más que comenzar.

Sergio, de 32 años, baracaldés, capitanea una cuadrilla de seis miembros. Expone una sencilla regla matemática: "En función del lío, te dosificas". Y el sábado hubo mucho lío. "Salimos a romper. Fuimos al concierto de unos amigos en Bilborock, vimos los fuegos artificiales y luego de bar en bar como si no hubiera mañana", recuerda, mientras sus amigos asienten con la cabeza. Por eso, el domingo, con ver el concierto de Loquillo cubrían más que de sobra el expediente.

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La parada de destino fue Deusto, la más próxima a Botica Vieja y el plan, relajado: cenar algo y tranquilamente buscar un buen sitio ante el escenario, al que a medianoche se subiría el viejo rockero. Aún así, Sergio reconocía que la noche se podría complicar. Este instalador de cañerías en paro hace poco que ha encontrado trabajo en Madrid en una empresa de gestión de espectáculos. El tiempo fuera de casa le ha obligado a cerrar muchos compromisos en fiestas. "En el concierto he quedado con un amigo al que no veo hace tiempo y está esperando un hijo". Y quizás para celebrarlo hubo que trasnochar más de lo previsto.

El zoco que parece el metro tiene una capacidad de adaptación pasmosa. Conforme pasa el tiempo y se acercan las 12, los papeles se invierten, niños y mayores recorren el camino de vuelta a casa, hacia Plentzia o Santurtzi, y los jóvenes colonizan los vagones con sentido Casco Viejo o Abando. Es entonces cuando se produce una curiosa imagen, la de aquellos municipios de destino del Gran Bilbao, donde la gente que viaja por las entrañas de la tierra supera con creces a las que pasean a esa hora por la superficie.

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