Un rincón como una casa
Acaso uno de los principales beneficios que reportan las vacaciones de verano sea la simple posibilidad de encontrar un rincón agradable, esa capacidad que tienen los lugares de veraneo de descubrirte reductos, pequeños espacios que ejercen de bálsamo para el cuerpo y el alma: el reposo de los recuerdos o, al contrario, la concentración, el estímulo de los pensamientos. Los rincones son, como si dijéramos, resúmenes o extractos de un espacio mayor, que condensan o estimulan los sentidos: el olfato, el oído, la mirada. Buscamos un rincón donde estar solos un rato y descansar así del bullicio de la casa, llena de amigos y familiares, o de la alegría de la playa, exaltada de cuerpos y de sol. Nos quedamos en un rincón porque nos inunda y nos detiene el aroma del jazmín o nos adormece el sonido de las chicharras. Un rincón es la sombra de un olivo, bajo el que decidimos sentarnos porque sus ramas nos recogen aunque a nuestros pies se extienda el valle. Es posible que solo en un rincón pueda leerse este poema de Gabriel Ferrater: "Amor, llevabas en el mundo / siete mil setecientos sesenta y cinco / días, al cerrarse la noche / en que me llamaste desde tu rincón, voz que se había compadecido, / y me recibías, cuerpo bondadoso. / Qué juego perdido, qué rodar hasta romper un ramaje oscuro, / siete mil setecientos sesenta y cinco días antes de que encontrara / dónde te me habías acurrucado, / amor, para crecer lejos de mí". Lo leo en un volumen de su poesía completa, Las mujeres y los días (Editorial Lumen), el regalo que el poeta Eduard Escofet nos ha traído hasta este rincón del mundo, hasta este rincón de una isla, hasta este rincón de nuestra vida que es agosto y que el resto del año ocupará, sin duda, más de un rincón de nuestros sueños, de nuestro corazón. Lo releo en un rincón del porche payés donde a las plantas les crecen hojas enormes, anchas y carnosas, y se desbordan los helechos, originarios como los dinosaurios. Lo he escogido, de entre todos, porque contiene, además, la palabra rincón: ¿es que tienen destino las palabras o es solo, así, su carácter?
En el bullir de esta ciudad que se asfixia ya no es fácil doblar una esquina y dar con un refugio
En Madrid buscamos también esos rincones donde el cuerpo y el alma pueden crecer o acurrucarse, esconderse, descansar. Quedan pocos: a muchos los han dejado a la intemperie las plazas allanadas de granito, la poda de raíz que el futuro recordará como el arboricidio de esta era, la eliminación o sustitución innecesaria de esos elementos o muebles urbanos que cuando llegamos ya estaban ahí: cuántos rincones deben su encanto a un viejo banco de madera, a unos pocos peldaños de piedra alfombrados con las hojas secas de los plátanos. En el bullir de esta ciudad que se asfixia ya no es fácil doblar una esquina y dar con un rincón que sea refugio para la agorafobia de nuestros ojos, desorbitados en las explanadas, y la claustrofobia de nuestros pulmones, oprimidos en un pecho de asfalto: ese rincón donde quedaba una fuente, de la que quizás nunca llegamos a beber pero evocaba sorbos del agua sana de la sierra; aquel otro, adoquinado por la memoria, al que volvíamos solo porque entre los bordes de la piedra crecían, débil, milagrosamente, unos tallos de hierba.
Pero hay otra clase de rincones que pertenecen a la ciudad como su clima o sus vecinos: las terrazas. En su mayoría solo aparecen en verano, que es algo incomprensible, pues gracias a las estufas hongo proliferan, sin embargo, en los inviernos de las ciudades más bellas, como Roma, y hasta de las más gélidas, como Berlín y París. Son lugares donde el ánimo se sienta a leer el periódico, a esperar a un amigo, a entonar el humor con un café o una caña. Rincones que celebran de Madrid su destino de sol y su carácter de acogida. Mi favorito está en la calle del Espíritu Santo, en Malasaña. Solo tiene cuatro mesas, así que es un rincón sencillo, casi minúsculo, y se llama, precisamente, El Rincón, como si se tratara de un poema de Gabriel Ferrater. Quizás por eso tiene también ese aire mediterráneo, de cafetín que asegura encuentro y calma. En la terraza del Rincón, Cris siempre sonríe cuando nos trae aceitunas, y llega Mira con los niños, y hay amigos y conocidos y perros adoptivos y microeditores y actrices que se atreven a ser libres. Cuando necesito sentarme a tomar algo en un lugar encantador, voy al Rincón; cuando necesito sosegarme sin salir de mi hábitat, que es el tráfago del centro; cuando necesito un lugar que sea el Madrid que amo y el que quiero: urbano pero humano. Por eso desde este rincón del mundo (un rincón de una isla, este rincón mío de agosto) me da un vuelco el corazón cuando me cuentan que han cerrado la terraza del Rincón, en la calle del Espíritu Santo. Un cierre obligatorio. Me pregunto qué tonta o espuria razón niega a los madrileños, a los vecinos, a los turistas y veraneantes, la posibilidad de disfrutar de uno de los escasos rincones amables que conserva esta ciudad maltratada por las apisonadoras y las sierras eléctricas. Me preguntó dónde iré, a mi vuelta, a sofocar la nostalgia de un Madrid a la medida de nuestra vida, de nuestra casa. Hoy, solo Gabriel Ferrater me da respuestas: "Si ahora pones la mano / haciendo un tejado / sobre mi frente, será / como una casita: / el pecho, una pared, / y me escondo en el rincón / que hace con la otra pared, / el brazo". Su título, descorazonador: No una casa.
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