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Columna
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El colmo de moderno

Todas las noches, después de lavarme los dientes, me acuesto y le doy las gracias al cielo por lo modernísimo que es este mundo nuestro en el que vivimos. Es el colmo de moderno.

No hace tantos años, mi abuela se tenía que levantar a horas intempestivas, marcadas por el cantar de un gallo, para ir en burro al pueblo de al lado a comprar la harina para hacer el pan. Hoy, yo puedo hacer que me traigan el pan a la mismísima cocina de mi casa, a través del sistema 3-G de mi teléfono móvil. Sin burro, sin gallo. Si me apuras, sin harina. Amén. Qué feliz soy.

Gracias a lo modernísimo que es el mundo, también podemos contratar a un masajista tibetano a domicilio, organizar la comunión de la niña y cambiar la decoración del comedor, todo a golpe de ratón.

Por supuesto, también podemos contratar hasta el último detalle de nuestras vacaciones desde el sofá. No tenemos que ir a ninguna agencia de viajes, ni pagar comisiones extra a intermediarios innecesarios, ni verle la cara a nadie si no nos apetece. Sólo hay que teclear el número de nuestra tarjeta de crédito y se abre ante nosotros un mundo infinito y burbujeante. Son todo ventajas, ¿o no? Pues va a ser que no. Lo que tiene una cara tiene una cruz. Después de haber pagado, si uno se encuentra con algún imprevisto, ya puede agarrarse fuerte a la estampita de su santo más eficiente, porque va a necesitar tirar de fe. Y de cartera. Va a acordarse del día en que prefirió no verle la cara al vendedor.

Esta servidora, haciendo uso del progreso y como todo hijo de vecino, contrató sus vacaciones on line. Hoy, desde la playa, llevo la friolera de tres días intentando contactar con la empresa low cost de mi vuelo de vuelta para que me expliquen qué debo hacer con mi maleta, porque se ha declarado una "huelga del personal de maletas" de mi compañía. Me he gastado una fortuna en llamadas a números 807, sin conseguir escuchar ni una sola voz humana al otro lado. Por fin, he acabado haciendo 80 kilómetros hasta el aeropuerto, loca por ver caras, pero la única señorita que había en el stand de mi compañía me ha dicho que ella no me podía ayudar, porque su trabajo sólo es cobrar sobrepesos de las maletas. Entonces, acabáramos, me ha sugerido que llame al 807 para pedir ayuda o, en su defecto, que use la página web. Supongo que mi gesto se ha transformado en un cuadro de Picasso, porque ha cerrado la boca y ha tragado saliva. Creo que ha pensado que iba a hacerle comer mi maleta. ¿Me cobrarían también por eso?

Mientras me voy pienso que sí, que todo es el colmo de moderno. Suerte que, a este paso, pronto podré comprar por Internet una máquina de teletransportación y se acabarán los problemas.

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